Sábado 15 de diciembre de 2012
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Hay dos tipos de guerras. Una es la guerra con armas que provocan heridas o la muerte inmediata; la humanidad ha logrado desarrollarla a niveles sofisticados que ni siquiera precisan el enfrentamiento directo entre los guerreros. Su versión perversa es la masacre, cuando un adversario, el más fuerte, utiliza su ventaja numérica, financiera, su alma malvada para arrasar con poblaciones, casi siempre civiles inermes.
La conquista española se impuso con sus arcabuceros y pólvoras. La violencia provocó efectos permanentes hasta la muerte por desgano vital, sobre todo entre los indígenas más pacíficos, los llamados “salvajes” porque no tenían organización estatal.
Un caso más cercano es la masacre de Kuruyuki (1892) contra los últimos vestigios de resistencia en el mundo indígena del territorio boliviano, antigua Audiencia de Charcas. Las huestes llegadas desde las montañas, soldados andinos, asesinaron a 6 mil guaraníes y a su líder Apiaguaiqui Tumpa; así se impuso la república liberal.
Otra forma de guerra es de “baja intensidad”. Los agresores no invierten sólo en armas, sean de fuego, gases lacrimógenos o masking tape. Su estrategia es más amplia pues abarca casi todas las actividades cotidianas. Por ejemplo, intenta cambiar sus costumbres, como sucedió con las tropas del imperio estadounidense en aldeas vietnamitas o afganas.