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Domingo 09 de diciembre de 2012

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Cultural El Duende

Mariángela la herbolaria

09 dic 2012

Fuente: LA PATRIA

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No comprendía cómo había podido enfermar con tantas existencias de hierbas salutíferas. Había basado su lucha, según afirmación propia, en la fe en los remedios de la naturaleza, en la cual participaba mi primer maestro de humanidades, mosén Silvi Saperes. Al atardecer, a la hora en que miro cómo la niebla abrillanta el asfalto de mi calle, el cura entraba en la tienda de la herbolaria, quién sabe si para recomendar la eficacia de alguna fórmula, recogida entre los papales de Genovevo de Vilanant, discípulo del señor Vehí, payés de la Pera. Presidían la tienda de Mariángela dos pinturas chapuceras, pretendidos retratos de Linneo y Jaime Salvador. Cubrían las paredes pequeños cajones y estantes llenos de raíces, ramitas y hojarasca, señalados con rótulos que precisaban el nombre vulgar y científico de las plantas, de acuerdo con los conocimientos de mosén Saperes, ordenador de aquella habitación. Una especie de galería de madera permitía alcanzar, con el auxilio de una escalera adosada al muro, los estantes superiores. Desde fuera, al volver del colegio, espiaba cómo dos siluetas se encorvaban encima del mostrador, altas y confusas en la penumbra del establecimiento y cómo se perdían, a veces, en el secreto de una rebotica. A la salida, el cura venía a recitarme media docena de versos latinos y a revelarme las virtudes de las uñas de gato picantes, purgante muy enérgico, usado también en cataplasma, para curar los tumores linfáticos. Examinábamos después el atlas de Botánica de monseñor Sebastián Kneipp, adquirido en la librería de Joseph Kosel, en Kempten. ¡El lujo de aquellos años! Todos nos mirábamos, apasionados, hostiles, esperando la satisfacción por la sangre vertida bajo el sol y la lluvia; la sangre que destruyó tantas cosas, por ejemplo mi mundo, el de mi madre y el de mi amigo Salom para quien deseo la paz. Mosé Silvi se deleitaba entonces paladeando las palabras de los clásicos, paseándoselas por la boca como si fuese almendras de Sinera y me exigía el significado de vómer o de paludamentum. Mi padre asistía algunas veces a las clases y sonreía por mi esfuerzo, que juzgaba absolutamente inútil; pero dejaba hacer, porque tenía el optimismo propio de los que se ganan espléndidamente la vida. Mi padre empezaba a sufrir de accesos congestivos de tos y de dispepsia. El cura le indicaba que tomase, inmediatamente después de la comida y de la cena, una cucharada de infusión de salvia, mezclándole, para suavizarlo, un dedo de aguardiente con azúcar. Mi padre se bebía el anisado, dejando a un lado la salvia con disimulo y se apresuraba a asegurar a mi madre que se sentía mucho mejor. Al conocer por mí el tratamiento, Mariángela se declaró mejor partidaria de la nébeda.

–La nepeta cantaria, ¡jamás! –dijo mosén Saperes–. Esto es bueno para el histérico.

Y mi madre, delicada de los nervios, consumió entonces, con escasa fortuna, notables cantidades de puntas de brote de hierba gatera. He de señalar en cambio, el éxito sobre los sabañones crónicos de nuestra Secundina, de la raíz hervida de sello, majada y mezclada con manteca dulce. La verdad es que, en aquella ocasión, el cura y Mariángela fueron unánimes en el consejo.

La bombilla de la tienda de la herbolaria parpadeaba continuamente y daba una luz como de candil de aceite. La figura de Mariángela se alargaba en su interior y se inmovilizaba de pronto después de revolver y escoger entre su tesoro curativo, en un rincón de la tienda casi sin parroquianos. De tarde en tarde, iba a comprar una italiana intelectual y triste, que se hacía llamar Letizia y vivía con un pintor en las buhardillas de mi casa. La gorda señora de Framis también era cliente. Ofelia ya usaba peluca, tenía un pequinés que convenía que expectorase y cubría sus carnes fofas con unos trajes larguísimos, con cuya vestimenta parecía siempre un astrólogo de feria de fiesta mayor. Yo coincidía a veces con la dama, mientras me proveía de regaliz, de anises de comino o, por los alrededores de las Navidades, de musgo y brusco para el belén. Era amiga de la herbolaria y procuraba defenderla cuando Secundina, como tenía por costumbre, la acusaba de tacaña y rica por malas artes. Secundina hablaba de visitas a deshora, que pagaban a Mariángela a peso de oro, experiencia y medicinas para dolencias extrañas. Alguien había visto, añadía, en la rebotica de la tienda, recortes de uñas, rizos y trozos de cera de apariencia humana.

¡Qué abominable! –exclamó al saberlo mi madre–. Desde este momento te prohíbo que te acerques por allí.

–Mosén Silvi la frecuenta –argumenté.

–Mosén Silvi tiene la dispensa del Papa para muchas cosas y, además, es un poco santo –respondió mi madre.

Pero yo no hacía caso de las prohibiciones y guardaba estas y otras palabras en el fondo de mi recuerdo.

La herbolaria tenía una hija, educada en un convento de la Presentación, donde aprendía a administrar una casa, Historia Sagrada, francés, a hacer calceta y contabilidad. La chica pasaba las vacaciones con la madre y la ayudaba en las faenas detrás del mostrador. Mariángela era viuda. Su marido, de una hermosa fisonomía mongoloide, se encontraba en México, no sé por qué causa, al estallar la revolución de Madero. Cuando se produjo la matanza de chinos en Toreón, se cargaron al hombre, en medio de diminutivos afectuosos, a golpes de tranca. Pasearon luego su cuerpo desnudo y el de otros acogotados, encima de un carro de basura precedido de un trompeteo estridentísimo. Tocaban, según parece, una marcha militar.

Ilustrada, la chica abandonó el colegio y se casó con un terrateniente ya maduro. El matrimonio residía en el campo. La hija venía a ver a la herbolaria en auto propio, un tanto desvencijado. Secundina salía, ponderativa, a su encuentro y envidiaba la elegancia de sus sombreros, de una línea de campana o tapadera. Mi madre se sorprendía del rumbo actual de Mariángela, que ella evocaba en Sinera, en compañía de un hermano idiota, de cabeza enorme, vendada siempre, porque se la abría constantemente contra las esquinas.

–Cogían hierbas por los márgenes. Una miseria, ¿recuerdas? –preguntó a mi padre.

–Alguna vez me ha contado –interrumpí con inocencia– que es pariente nuestra.

–¡Ni hablar! –protestaron–. ¿De qué lado, si haces el favor de aclararlo?

La conversación dio motivo a que, durante una temporada, saludara a la herbolaria de soslayo, porque no me gusta la inexactitud. Pasó el tiempo, yo crecía y no notaba el estrago de los años en aquel rostro familiar. Me conmoví cuando mosén Silvi me comunicó que Mariángela estaba muy enferma.

–¡Cómo es posible!–exclamé–. ¿Con tantos remedios a su disposición?

–Cuando llega el último temporal –contestó el sacerdote– no hay elíxir que valga, ni que te administres cuartillos enteros de agua azafranada, agárico y acíbar sucotrino.

Una tarde, los dos caballos de la muerte, detenidos ante la tienda, se sacudían las moscas con las largas colas, ahora a la derecha, ahora a la izquierda. Al final, ataúd negro, gorigori, luto de yerno y primo lejanos. Junto a la puerta, en el ruedo de las comadres, Secundina subrayaba, criticando a la hija, la modestia del entierro.

–Puede que haya sido deseo expreso de la difunta –atenuó una voz.

–Es materia opinable –admitió reticente y dialéctica, Secundina.

Yo me adelanté unos cuantos pasos y seguí a Mariángela calle adelante. Durante el trayecto, mosén Saperes me dijo que ella había sido una buena mujer y alguna cosa más que no me autorizó a repetir. La tienda pasó pronto a otros dueños y fue modernizada por ciertas pretensiones. Todo el mundo encontró, por ejemplo, que la iluminación había quedado perfecta; pero ya nunca nos apetecía entrar, al cura y a mí, a la nueva tienda.

Salvador Espriu. Santa Coloma

(Gerona), 1913. El cuento forma parte

de “10 narradores catalanes”, 1977.

Fuente: LA PATRIA
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