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Domingo 09 de diciembre de 2012

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Cultural El Duende

Estuco y cal

09 dic 2012

Fuente: LA PATRIA

En mayo, Rodolfo Ortiz, director de la revista de literatura La Mariposa Mundial, publicó Cuadernos de la sequía / (la casa del bosque de pelos) (Plural editores & La Mariposa Mundial, La Paz, 2012). Un libro compuesto por 24 textos breves de entre los cuales Peinando a mi hija en las mañanas es mi poema favorito. Sin embargo, hoy quiero comentar otro, uno más breve intitulado Estuco y cal. Dice el poema:

Con todas sus letras sobre el negro cartel: “Estuco y cal”. Nunca esta historia quiso ser un poema. “Llámame Ismael”, me dice. “¿A dónde vas niño único?” “Mi madre hace días trasboca”, dice que dice que dice. Me alegra ese niño Ismael. “Trasbocar”. Tan inmenso el niño con su boca. Da setenta pasos, que haciendo un presupuesto interior, son sesenta; más dos, menos dos y el número que has pensado. Pero ambos, no se sabe cómo, miramos nuevamente el cartel, con todas las entrañas: “Estuco y cal”.

Dentro su aparente hermetismo (rasgo a menudo atribuido a la escritura de Rodolfo), el poema deja traslucir una diafanidad consecuente con la niñez y su rasgo más socorrido, el candor, y también con la blancura que designan ese par de palabras: estuco y cal. Ambos asuntos, blancura y niñez son medulares en este poema en prosa.

Veamos: designando una blancura doblemente blanca, las dos palabras escritas sobre una pizarra negra (obviamente con tiza blanca), muestran una imagen en directa e inversa alusión a Mallarmé y su ars poética de disponer negro sobre blanco. Sin embargo, esas palabras no son literatura (Nunca esta historia quiso ser un poema), o no lo son todavía, y es el autor quien, mediante una fórmula, inmediatamente las troca en tal. Hay un llamado horizontal y coloquial, una familiaridad cotidiana en ese cartel, la cual es ya literaturizada con la efectiva fórmula relativizante de Melville: Llámame Ismael.

Inmediatamente, esa primera frase de Moby Dick, insufla componentes que remiten a la niñez de quien observa y lee el cartel (ecos de aventuras infantiles) y, el autor, ya embarcado en el viaje a esa edad pasada, se pregunta ¿a dónde vas niño único? Es ya un ser que ha emprendido el viaje a ese tiempo donde la presencia materna es experiencia central y la fragilidad e inocencia del infante se nombra con la acción de trasbocar (recurriendo a un verso de ¿Arturo Borda?), término que por eufonía remite a la boca del niño. Boca de asombro, boca de niño inmenso, en tanto y en cuanto es él quien, ahora, ocupa todo el universo aludido por el poema. Y lo hace en un estado de felicidad (me alegra ese niño Ismael) que a estas alturas ya ha imbricado niñez y literatura, pues esa boca es el habla cotidiana entre un cartel y un transeúnte que lo ha visto por azar, acaso perdido en alguna ladera de la ciudad de La Paz. Habla que la fórmula ya mencionada torna literatura, según la intencionalidad de Melville y del autor del poema.

El niño continúa su viaje, su estadía en ese tiempo feliz y hace “un presupuesto interior” de sus pasos y de sus días, pero lo hace jugando como sabe, como corresponde a su corta edad. De ahí los setenta se convierten en sesenta e invita a que le sumemos dos y le restemos dos y el número que hemos pensado para que el artificio surta efecto, para que la operación mágica se consuma y el juego funcione. Ahora, en el ámbito del poema ¿a qué operación mágica nos referimos? No a otra que a la visibilidad profunda de dos palabras que designan una y misma cosa: estuco y cal = blancura. Mensaje cifrado en trazos que de tan triviales, y a pesar del contraste, o quizás precisamente por eso, corren el riesgo de invisibilizarse. Pero he ahí que, fugazmente, luego de este proceso, de nuevo frente a él, ambos “no se sabe cómo”, transeúnte, autor y niño atraído hacia el presente, vuelven a leerlo y ven, ahora sí, esa blancura total que los alcanza “con todas las entrañas”.

Benjamín Chávez

Fuente: LA PATRIA
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