Con este domingo primero de Adviento, comienza para la iglesia un nuevo año litúrgico. Iremos recorriendo y reviviendo los misterios principales de la fe: la Encarnación, en la fiesta de Navidad, preparada por el tiempo de Adviento; la pasión, muerte y resurrección de Jesús, en la Pascua, preparada por el tiempo de Cuaresma; la Santísima Trinidad y el don del Espíritu, en las fiestas de la Trinidad y Pentecostés; y el largo tiempo después de Pentecostés, que termina con la fiesta de Cristo rey, como destino de toda la historia y toda la creación. Nos acompañará a lo largo de todo el año el evangelio de San Lucas. La reflexión semanal del evangelio de Lucas puede dar una nueva orientación a nuestra vida.
Una mirada negativa sobre el mundo de hoy podría inducirnos a un profundo pesimismo: un sistema mundial económico y financiero injusto y explotador, una grave crisis de valores que den sentido a la vida y a la convivencia, un estado de guerra y violencia en muchos países, una explotación salvaje de los recursos naturales que contamina y pone en riesgo la misma continuidad de la vida humana sobre la tierra; y todo esto con una fuerte sensación de frustración e impotencia, “que nada puede cambiar”.
La palabra de Jesús nos invita a levantar la cabeza. Leemos en el evangelio de San Lucas 21, 25-28. 34-36:
Jesús dijo a sus discípulos: “Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, los pueblos serán presa de la angustia ante el rugido del mar y la violencia de las olas. Los hombres desfallecerán de miedo ante la expectativa de lo que sobrevendrá al mundo, porque los astros se conmoverán. Entonces se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria. Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación. Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra. Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre”.
Con un lenguaje impactante, tomado de las imágenes apocalípticas de los profetas del Antiguo Testamento, Jesús anuncia la caída de la ciudad de Jerusalén y la destrucción del Templo. La construcción maciza y majestuosa del Templo es el símbolo del poder de los sumos sacerdotes, de los ancianos, y de los escribas y fariseos. Representa todo un sistema de dominación y explotación del pueblo, que se opone a la propuesta de fraternidad y justicia que ofrece Jesús. Son dos mundos opuestos. En el conflicto entre ellos, se manifiesta la lucha permanente entre el bien y el mal.
El Templo parece tan bien construido y sólido, en condición de enfrentar todas las adversidades. Y el camino de Jesús parece tan frágil y precario. Lo mismo se da en la historia: el poder del mal, de la corrupción y la violencia, de la dominación y la ambición, parece invencible. Y la búsqueda del bien y la justicia tantas veces es humillada y aplastada. Con símbolos cósmicos horrorosos, Jesús asegura que el mundo del mal representado por el Templo y Jerusalén se viene abajo desastrosamente: “Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, los pueblos serán presa de la angustia ante el rugido del mar y la violencia de las olas. Los hombres desfallecerán de miedo ante la expectativa de lo que sobrevendrá al mundo, porque los astros se conmoverán”. Con estas imágenes, que parecen anunciar el fin del mundo, se dramatiza el fin de ese mundo injusto y violento.
La victoria es del Resucitado, del Hombre pleno y verdadero: “Entonces se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria”. Es un mensaje de esperanza, para decir que seguir a Jesús, el Crucificado Resucitado, y trabajar por la construcción de otro mundo, justo y fraterno, es lo que vale la pena, lo que permanece, aunque cueste sacrificio y sufrimiento, humillación y cruz. Justo esos signos que sacuden la sociedad, no son signos de muerte, sino de vida: “Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación”. La liberación es el Reino de Dios que viene y triunfa, también dentro de la historia. Todos los absolutismos y fundamentalismos, todos los sistemas de dominación e intolerancia, están destinados a caer. Los discípulos podrán levantar la cabeza, no más “encorvados” bajo el peso del mal.
Y para participar en este mundo nuevo, Lucas recuerda una exhortación de Jesús, muy probablemente necesaria para la comunidad: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos y la embriaguez”. Por algo será que el evangelio subraya estos peligros. Pero hay una actitud más peligrosa todavía, que puede igualmente desviar a muchos del camino: “las preocupaciones de la vida”. Nadie puede prescindir de “las preocupaciones de la vida”, como si estuviera participando ya definitivamente del Reino de Dios, o descargándolas sobre los demás. Pero “las preocupaciones de la vida” pueden instalarse en el corazón de una persona al punto de ocuparlo totalmente, haciéndole perder el centro, la adhesión al Señor. Se trata de una buena persona, tierra buena según la parábola, que acoge con alegría la semilla de la Palabra, que brota en seguida; pero luego es ahogada por las espinas, “las preocupaciones de la vida”.
Frente a este peligro, Jesús propone una actitud de defensa permanente, la vigilancia, para no dejarse arrastrar improvisamente, “para que ese día no caiga de improviso sobre ustedes como una trampa”; una resistencia en la oración, para ir conformándose progresivamente al proyecto de Dios: “oren incesantemente”, en un diálogo constante con Dios, amor fiel, que no nos abandona a la ruina del viejo mundo, “para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir”.
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