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Domingo 25 de noviembre de 2012

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Cultural El Duende

De: Cuentos breves para leer en la cama

Carmiña

25 nov 2012

Fuente: LA PATRIA

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¿Así que nunca has ido a Sarandón? Haces bien. ¿A qué ibas a ir? Un brezal cortado a navaja por el viento.

O’Lis de Sésamo sólo venía al bar los domingos por la mañana. Acostumbraba a entrar cuando las campanas avisaban para la misa de las once y las hondas huellas de sus zapatones eran las primeras en quedar impresas en el suelo de serrín como en el papel la tinta de un sello de caucho. Pedía siempre un jerez dulce que yo le servía en copa fina. Él hacía gesto de brindar mirando hacia mí con sus ojos de gato montés y luego se refugiaba en el ventanal. Al fondo, la mole del Xalo, como un imponente buey tumbado.

Sí, chaval, el viento rascando como un cepillo de púas. Brezos, cuatro cabras, gallinas peladas y una casa de mampostería con una higuera medio desnuda. Eso es todo lo que era Sarandón.

En aquella casa vivía Carmiña.

O’Lis de Sésamo bebió un sorbo como hacen los curas con el cáliz, que cierran los ojos y todo, no me extraña, con Dios en el paladar. Echó un trago y luego chasqueó la lengua.

Vivía Carmiña y una tía que nunca salía. Un misterio.

La gente decía que tenía barba y cosas así. Yo, si he de decir la verdad, nunca la vi delante. Yo iba allá por Carmiña, claro. ¡Carmiña! ¿Tú conociste a Carmiña de joven? No. ¡Qué coño la ibas a conocer si no habías nacido! Era buena moza, la Carmiña, con mucho donde agarrar. Y se daba bien.

¡Carmiña de Sarandón! Para llegar a su lado había que arrastrar el culo por los tojos. Y soplaba un viento frío que cortaba como filo de navaja.

Sobre el monte Xalo se libraba ahora una guerra en el cielo. Nubes fieras, oscuras y compactas les mordían los talones a otras lanudas y azucaradas. Desde donde yo estaba, detrás de la barra, con los brazos remangados dentro del fregadero, me pareció que la voz de Q’Lis enronquecía y que al contraluz se le afilaba un perfil de armiño o de garduña.

Y había también, en Sarandón, un demonio de perro. Se llamaba Tarzán.

Q’Lis de Sésamo escupió en el serrín y luego pisó el esgarro como quien borra un pecado.

¡Dios, qué malo era aquel perro! Ni un día, ni dos.

Siempre. Tenías que verlo a nuestro lado, ladrando rabioso, casi sin descanso. Pero lo peor no era eso. Lo peor era cuando paraba. Sentías, sentías el engranaje del odio, así, como un gruñido averiado al apretar las mandíbulas. Y después ese rencor, ese arrebato enloquecido de la mirada.

No, no se apartaba de nosotros.

Yo, al principio, hacía como si nada, e incluso iniciaba una carantoña, y el muy cabrón se enfurecía más. Yo subía a Sarandón al anochecer los sábados y domingos. No había forma de que Carmiña bajase al pueblo, al baile. Según decía, era por la vieja, que no se valía por sí misma y además había perdido el sentido y ya en una ocasión había prendido fuego a la cama. Y así debía de ser, porque luego Carmiña no resultaba ser tímida, no. Mientras Tarzán ladraba enloquecido, ella se daba bien. Me llevaba de la mano hacia el cobertizo, se me apretaba con aquellas dos buenas tetas que tenía y dejaba con mucho gusto y muchos ayes que yo hiciera y deshiciera.

¡Carmiña de Sarandón! Perdía la cabeza por aquella mujer. Estaba cachonda. Era caliente. Y de muy buen humor. Tenía mucho mérito aquel humor de Carmiña. ¡Demonio de perro!, murmuraba yo cuando ya no podía más y sentía sus tenazas rechinar detrás de mí.

Era un miedo de niño el que yo tenía. Y el cabrón me olía el pensamiento.

¡Vete de ahí, Tarzán!, decía ella entre risas, pero sin apartarlo. ¡Vete de ahí, Tarzaniño! Y entonces, cuando el perro resoplaba como un fuelle envenenado, Carmiña se apretaba más a mí, fermentaba, y yo sentía campanas en cualquier parte de su piel. Para mí que las campanadas de aquel corazón repicaban en el cobertizo y que, llevadas por el viento, todo el mundo en el valle las estaría escuchando.

Q’Lis de Sésamo dejó la copa vacía en la barra y pidió con la mirada otro vino dulce. Paladeó un trago, saboreándolo, y después lo dejó ir como una nostalgia. Es muy alimenticio, dijo guiñando el ojo. La gente saldría enseguida de misa, y el local se llenaría de humeantes voces de domingo. Por un momento, mientras volvía a meter las manos bajo el grifo para fregar los vasos, temí que Q’Lis fuese a dejar enfriar su historia. Por suerte, allí en la ventana estaba el monte, llamando por sus recuerdos.

Yo estaba muy enamorado, pero hubo un día en que ya no pude más. Le dije: mira, Carmiña, ¿por qué no atas a este perro? Me pareció que no escuchaba, como si estuviese en otro mundo. Era muy de suspiros. El que lo oyó fue él, el hijo de mala madre. Dejó repentinamente de ladrar y yo creí que por fin íbamos a poder retozar tranquilos.

¡Qué va!

Yo estaba encima de ella, sobre unos haces de hierba.

Antes de darme cuenta de lo que pasaba, sentí unas cosquillas húmedas y que el cuerpo entero no me hacía caso y perdía el pulso. Fue entonces cuando noté el muñón húmedo, el hocico que olisqueaba las partes.

Di un salto y eché una maldición. Después, cogí una estaca y se la tiré al perro que huyó quejándose. Pero lo que más me irritó fue que ella, con cara de despertar de una pesadilla, salió detrás de él llamándolo: ¡Tarzán, ven, Tarzán! Cuando regresó, sola y apesadumbrada, yo fumaba un pitillo sentado en el tronco de cortar leña. No sé por qué, pero empecé a sentirme fuerte y animoso como nunca había estado. Me acerqué a ella, y la abracé para comerla a besos.

Te juro que fue como palpar un saco fofo de harina.

No respondía.

Cuando me marché, Carmiña quedó allí en lo alto, parada, muda, como atontada, no sé si mirando hacia mí, azotada por el viento.

A O’Lis de Sésamo le habían enrojecido las orejas.

Sus ojos tenían la luz verde del montés en un rostro de tierra allanado con la grada. A mí me ardían las manos bajo el grifo de agua fría.

Por la noche, continuó O’Lis, volví a Sarandón. Llevaba en la mano una vara de aguijón, de ésas para llamar a los bueyes. La luna flotaba entre nubarrones y el viento silbaba con rencor. Allí estaba el perro, en la cancela del vallado de piedra. Había alguna sospecha en su forma de gruñir. Y después ladró sin mucho estruendo, desconfiado, hasta que yo puse la vara a la altura de su boca. Y fue entonces cuando la abrió mucho para morder y yo se la metí como un estoque. Se la metí hasta el fondo. Noté cómo el punzón desgarraba la garganta e iba agujereando la blandura de las vísceras.

¡Ay, Carmiña! ¡Carmiña de Sarandón!

O’Lis de Sésamo escupió en el suelo. Después bebió el último trago y lo demoró en el paladar. Lanzó un suspiro y exclamó: ¡Qué bien sabe esta mierda!

Metió la mano en el bolsillo. Dejó el dinero en la barra, y me dio una palmada en el hombro. Siempre se iba antes de que llegaran los primeros clientes nada más acabar la misa.

¡Hasta el domingo, chaval!

En el serrín quedaron marcados sus zapatones. Las huellas de un animal solitario.

Manuel Rivas. A Coruña, 1957.

Principal autor

de la narrativa gallega contemporánea

Fuente: LA PATRIA
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