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Domingo 25 de noviembre de 2012

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Cultural El Duende

Desde mi rincón

Liturgia Post Conciliar

25 nov 2012

Fuente: LA PATRIA

TAMBOR VARGAS

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Acaban de cumplirse los 50 años de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II (11 de octubre de 1962). Y el primer resultado tangible del mismo fue la Constitución “Sacrosanctum Concilium” sobre la liturgia católica latina (4-XII-1963), que entró en vigor con el primer domingo de Cuaresma de 1964. Y uno puede preguntarse cuál ha sido su impacto en la vida cotidiana de los católicos; pero para poder obtener una respuesta veraz no basta con atenerse a la mencionada constitución, pues durante varios años la autoridad vaticana competente ha ido introduciendo ‘nuevas novedades’ (a veces contradiciendo o modificando anteriores novedades, comenzando por las incluidas en el documento conciliar). Y debe reconocerse que esos terremotos de baja intensidad han acabado desorientando a muchos católicos, desprestigiando a la constitución conciliar y provocando innumerables rechazos (entre éstos, el más sonoro y amplio fue el que encabezó el arzobispo Lefèbvre, que persiste hasta hoy).

No puede negarse que, en nuestro medio, la novedad más tangible de esta reforma litúrgica fue la introducción de las lenguas ‘vivas’; es decir, la celebración de la Misa en lengua española; y de una forma muy rápida e inexplicada, la total desaparición del latín como lengua litúrgica (dejando en ridículo lo que el documento conciliar afirma: “Se conservará el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo derecho particular”, nº 36, § 1). Hace pocos años el Papa ha dispuesto que, donde un grupo de fieles lo pida, los obispos están obligados a autorizar la celebración de la Misa según el rito antiguo en latín; pero ¿quién podría informar de la aplicación de dicha disposición en Bolivia? ¿Será porque nadie lo pide?

* * *

Demos un repaso a lo que cabría llamar una fenomenología de la liturgia postconciliar local. No pretendo llegar a la exhaustividad; pero sí me fijaré en aquellas manifestaciones que la experiencia permite catalogar como las más extendidas.

Y lo primero que nos encontramos afecta a los presbíteros celebrantes: consideran que la Misa es un rito cuya concreción forma parte de su jurisdicción; podría decirse que tal interpretación les da cierta soberanía. Naturalmente se trata de una forma ‘moderna’ de clericalismo y que choca con toda la doctrina conciliar sobre el papel del sacerdote en los actos litúrgicos, por sí mismos propios de la Iglesia; y en los que el sacerdote funge de representante oficial; por tanto, que carece de capacidad ‘creativa individual’ para apartarse de las normas vigentes. Curiosamente, el clero más ‘creativo’ con frecuencia es el más despótico: así como se olvida de las normas que debe obedecer, también se cree con jurisdicción para imponer las suyas a los fieles (pónganse de pie, siéntense, dense las manos, etc.). No cuesta imaginar que, con sólo este factor, ha quedado abierta la puerta para que cada quien (cada parroquia, cada templo, cada celebrante) haya hecho de su capa un sayo, con diferencias más o menos de peso. Algunos quieren justificar ese ‘liberalismo’ bajo el paraguas de la función ‘pastoral’ de las celebraciones litúrgicas, olvidando cualquier tradición, empezando por la primera: el presbítero cumple su oficio en cuanto representante delegado del obispo, de quien recibe las necesarias facultades que le habilitan para presidir una celebración; y los obispos tampoco pueden ‘innovar’ sin el beneplácito romano.

Una variante de lo mismo es el ‘aculturacionismo’ más o menos permisivo, que hay quien entiende como facultad para cambiar incluso las especies sacramentales de la Eucaristía (pan y vino), echando mano, si se presenta la ocasión, por algún tipo de yuca, chicha o vaya usted a saber qué. Al respecto, uno no sabe qué debe admirarse más, si la tolerancia de los obispos o la indiferencia de los fieles.

¿Indiferencia? Acaso fuera más exacto hablar, antes, de ‘mareo’; y el producto final es la ‘ignorancia’, por ejemplo, de las posiciones propias de la principal celebración litúrgica católica que es la Misa. Es tal la variedad de formas y detalles con que se encuentran, que han acabado sin saber qué posición debe adoptarse en cada momento. Y el resultado posterior a la ‘ignorancia’ es que también los fieles acaban tomando sus propias decisiones: pueden sentarse durante la consagración, arrodillarse durante el padrenuestro, pararse después de comulgar, etc. Otros demuestran su desorientación imitando las posiciones de quienes ocupan los bancos delanteros del templo. Y tampoco resulta raro el espectáculo de que en cada momento de la Misa hay fieles en posiciones diferentes (arrodillados, sentados, de pie).

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El Concilio Vaticano II se propuso ‘limpiar’ las incrustaciones acumuladas en siglos anteriores (algunos las quisieron explicar como efecto de la incomprensión popular del latín); en efecto, no era raro ver asistentes a la Misa rezando el rosario o recitando una novena o cualquier otra de sus propias devociones. Ha pasado medio siglo y han rebrotado las intervenciones de fieles al margen del ritual: un caso bastante extendido entre nosotros es el de quienes durante la elevación de la hostia y el cáliz imponen con voz hegemónica su fórmula propia.

Pero no son sólo los fieles; también los celebrantes dan su mal ejemplo, intercalando mensajes ajenos a la celebración litúrgica: desde los ‘avisos parroquiales’ hasta las avemarías en el tramo final de la Misa. Siempre con anticipación de la Bendición final, como quien pretende tener ‘atados’ a los fieles, no sea que se le escaparan si reservara para después lo que no forma parte del rito establecido.

Pero las libertades de celebrantes pueden hacerse presentes en muchos otros momentos y a propósito de cualquier pieza de la Misa: así, en Cochabamba y en Lima he sido testigo de que un ‘iluminado’ celebrante instruía a los fieles intercambiar el saludo de paz, uno después de la comunión; otro, después de la absolución inicial. Muestras típicas del ‘creacionismo individual’.

La ‘creatividad’ clerical sigue manifestándose siempre en nuevos casos: así, llega un día que uno descubre que tal celebrante deja de invitar a la comunidad con el ‘oremos’; o que en lugar de decir ‘el Señor esté con ustedes’, dice ‘el Señor está con ustedes’; o que en el momento de la Bendición final, tampoco emplea el modo subjuntivo (propio de una petición), sino el indicativo (como si se tratara de un relato): no dice ‘que les bendiga Dios’ o ‘la bendición de Dios… les acompañe para siempre’, sino ‘les bendice Dios’ o ‘la bendición de Dios… les acompaña para siempre’. Y, ‘humildes’ como son, abdicando de la función intermediaria entre los hombres y Dios que les ha confiado la Iglesia, tampoco dice ‘les acompañe’, sino ‘nos acompañe’, identificándose como un miembro más del ‘pueblo’. ¿Será que, demócrata, quiere desaparecer entre el ‘pueblo’?

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Las homilías no pueden librarse, naturalmente, de esta furia ‘creacionista’: tenemos a quienes, pastoralistas, se empeñan en establecer diálogo con los fieles, imponiendo preguntas y forzando a la respuesta; eso sí ellos, con el micrófono en la mano (símbolo de poder), mientras el pobre fiel ha de pasar por la vergüenza de la desigualdad de condiciones. ¿Tendrán previsto lo que harán el día que el fiel interpelado se levante para exigirle que le pase el micrófono y así poder dar a conocer su opinión? ¡Ésa sí sería una verdadera ‘toma democrática de la palabra’!

Si nos fijamos en su duración, predomina la verborrea, que fácilmente se extiende hasta cerca de la media hora. Y esto da pie para que abunden las misas en las que la Liturgia de la Palabra puede extenderse hasta cuarenta y cinco o cincuenta minutos, mientras que a la Eucaristía-misterio sólo se le dejan diez o quince. Todo un acto fallido sobre cuales parecen ser las actuales prioridades.

En cuanto al contenido de las homilías, se hace patente la persistencia de una pobreza tan teológica como pastoral. Ni penetración en la Palabra de Dios ni penetración adaptada a las necesidades de la audiencia (aquello de ‘Biblia y periódico’ que pedía Karl Barth a quienes debían prepararse para pronunciar una homilía). Si la homilía también debiera enseñar a los fieles a leer y a penetrar en la Palabra de Dios, ¿cómo pueden guiar unos ciegos a otros ciegos?

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También deberíamos fijarnos en la calidad del componente musical de las celebraciones litúrgicas. Habría no poco que lamentar, pero podemos resumirlo diciendo que estamos todavía muy lejos de haber llenado el hueco que dejó el abandono del canto gregoriano, fruto de una práctica depurada durante siglos.

Lo que, en su lugar, ha acabado imponiéndose es la guitarra; y un repertorio bastante anodino, con abundancia de lo dulzón y lo sentimentaloide. Otro déficit predominante es que las misas suelen tener un ‘monitor’ (su tarea por lo general se limita a leer lo que le toca en la ‘hoja dominical’ o “Día del Señor”), pero carecen de un monitor musical que ensaye previamente y después encabece los cantos, marcando los ritmos.

Hablando de textos y músicas, hay un caso especialmente odioso y grotesco. No sé si importado de Argentina, nos ha llegado un ‘padrenuestro’ que pretende ser una perífrasis ‘moderna’ del texto neotestamentario. La ‘genialidad’ consiste en que se canta primero esa perífrasis; a continuación se recita el texto canónico, para acabar volviendo a la perífrasis. En resumen, una triplicación emblemáticamente innecesaria y particularmente insultante, pues si hay un texto bíblico transparente, ‘intercultural’ e ‘interepocal’ es éste. Verdadera muestra del declive de la calidad litúrgica. Sin embargo, ni los obispos de Bolivia, ni el Vaticano ni los liturgistas han abierto la boca (que se sepa)…

* * *

La anecdótica daría para proseguir largamente. Acabaré con una escena vivida. Era la Vigilia Pascual en la Catedral de Cochabamba (2009?, 2010?); abundante juventud de 15 a 20 años; llegado el momento de la comunión, los jóvenes acuden masivamente. Lo que sorprendió a los ‘viejos’ es que, una vez acabada su distribución, se armó tal algarabía con la charla bulliciosa de tanto joven, que uno de los concelebrantes tuvo que acudir al micrófono para pedirles silencio.

¿Qué había sucedido? ¿Qué inconsciencia de lo que se estaba celebrando ponían de manifiesto? Y si inconsciencia, ¿qué calificación merecería la hipotética catequesis que habían recibido? ¿Qué iniciación cristiana habían tenido en la familia? En definitiva, también producto elocuente del estilo de las décadas postconciliares. Mucho más en general, llevamos cinco décadas en que el abandono prevalente de la confesión sacramental va de la mano con una frecuencia tan compacta como inconsciente de la comunión que antes se desconocía. Y así desembocamos en la pregunta: ¿qué idea de pecado transmite la Iglesia a las nuevas generaciones (si es que transmite alguna)? Hay quien cree (y otros incluso predican) que basta con la absolución general al comienzo de la Misa…

Salvo impedimento, me propongo continuar con estas anotaciones en fecha no lejana.

Fuente: LA PATRIA
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