Domingo 11 de noviembre de 2012
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Desde que entramos en la vida estamos ya cogidos en la forma perecedera y mortal; no hay medio de salir de la vida si no es por las puertas de la muerte. La vida es una enfermedad mortal; vamos caminando hacia ese trágico final insensiblemente, pero a toda velocidad. El vivir es ya un morir continuo, y es el caso que nosotros mismos ayudamos este correr de la vida con nuestras esperanzas e inquietudes. Nuestra existencia gravita hacia el mañana, y es paradójico que, mientras sin esa esperanza no podemos continuar viviendo, coincide ese mismo sentido vital con la dirección de la muerte. En realidad, cada día de nuestra vida nos morimos un poco; cada día se desgaja de nuestra personalidad una ilusión; cada día se desgasta algo nuestro organismo; cada día tenemos que arrancar una honda raíz sentimental. Pero, sobre todo, cuando el quebranto de nuestra personalidad y de nuestra vida es más fuerte es cuando, ligados a una rica vena sentimental o de afecto, nacida en el alma y en la sangre, se nos arranca bruscamente como ocurre con la pérdida de una persona íntima. Sin duda, en la sabia disposición de las cosas hace falta ese cotidiano quebranto para que la vida se acerque con pasos quedos y menos violencia a la muerte. El mayor consuelo que nos brinda la desaparición de los seres próximos es la certeza de la fatalidad de nuestro propio perecimiento. ¡Cómo nos ayuda a morir la muerte de los otros!...
Fuente: La Patria