Al abrir las puertas del Año de la Fe, el Papa nos ha dicho que «creer no es el encuentro con una idea o un programa, sino con una Persona, que vive y nos transforma al revelarnos nuestra verdadera identidad». La «Nota con indicaciones pastorales» de la Congregación para la doctrina de la Fe, para este año de gracia, había subrayado de igual manera, que el fundamento de la fe cristiana es «el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».
La fe es una experiencia, no es un pensamiento. Hay personas que piensan en «la fe» y concluyen que son creyentes. Obviamente están equivocados, porque en realidad con sólo pensarlo no son creyentes. Cuando alguien ha experimentado una fe auténtica, sin sombra de duda alguna se le hace claro que, en realidad, la fe proviene de lo más profundo del cora-zón. En su búsqueda de la verdad, la paz y la alegría, tras haber buscado en vano en múlti-ples cosas, San Agustín lo había entendido muy bien, y concluye con la célebre frase «Tú eres grande, Señor … Nos has hecho para Ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en Ti» (cfr Confesiones, I,1,1).
El genial Gilbert K. Chesterton en su poema «Balada del Caballo Blanco», «hace una defen-sa de la cultura cristiana frente al paganismo representado por el ejército danés». Contras-tando brillantemente el gozo del cristianismo con la lasitud pagana, el poema relata la inva-sión de Inglaterra cristiana por los paganos daneses bajo Guthrum.
En la «Balada», los cristianos son representados por Alfredo el Grande, hombres “llenos de la alegría de los gigantes”, porque un cristiano no puede serlo y no tener gozo, ni fe, ni espe-ranza. Contrariamente, los paganos daneses son personas que miran «únicamente con ojos cargados». Guthrum, el líder pagano, aparece sentado frente al fuego «con la sonrisa conge-lada en sus labios». Los paganos no sabían reír, porque «sus dioses eran más tristes que el mar».
Para los paganos, la historia es cíclica, es como una rueda de la fortuna, círculos en los que tienen lugar una serie de eventos, como las estaciones, infinitamente repetitivos y sin varia-ción alguna, lo cual explica por qué la indiferencia y el aburrimiento son distintivos del paga-nismo y del ateísmo. El sinsentido de la vida enloquece. Es como un continuo golpearse la cabeza contra el muro, o, como cavar un hoyo y volverlo a tapar una y otra vez.
Cuando San Pablo, en su Carta a los Romanos describe las miserias del mundo pagano: avaricia, maldad, dureza de corazón, perversiones sexuales, homicidios, chismes, detrac-ción, altanería, fanfarrone-ría, etc., señala asimismo que en la negación del Dios Verdadero está el origen de todos estos males: «Trocaron la verdad de Dios [que es luz y alegría] por la mentira [que es oscuridad y tristeza], y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar de al Crea-dor, que es bendito por los siglos, amén. Y por eso los entregó Dios a las pasiones vergon-zosas».
La Fe de los cristianos en cambio es lineal. Para el discípulo de Jesucristo, la vida no es un viaje sin sentido o sin propósito alguno. La Fe del creyente tiene una meta, no es una simple espiritualidad, o una «cosmovisión» sin rumbo, que no lleva a ninguna parte.
«En el Credo está lo esencial de esa fe, no sólo desde un punto de vista intelectual, sino, sobre todo, vivencial, pues sobre esa base debemos fundar nuestra conducta, la vida moral, ya que la fe exige nuestra conversión, por encima de todo relativismo y subjetivismo» (Bene-dicto XVI). De ahí que el Papa nos invita a meditar la oración del Credo «para que, al vivir con entusiasmo sus exigencias» proclamemos «que la fe transforma el corazón».
El Credo es la respuesta más plena que el pueblo cristiano puede dar a la Palabra divina que ha recibido. Al mismo tiempo que profesión de fe, el Credo es una grandiosa oración, y así ha venido usándose en la piedad tradicional cristiana. Comienza confesando al Dios único, Padre creador; se extiende en la confesión de Jesucristo, su único Hijo, nuestro Salvador; declara, en fin, la fe en el Espíritu Santo, Señor y vivificador; y termina afirmando la fe en la Iglesia y la resurrección.
Fundada en el encuentro con Jesucristo resucitado, la fe podrá ser redescubierta integral-mente y en todo su esplendor. «También en nuestros días la fe es un don que hay que vol-ver a descubrir, cultivar y testimoniar… la gracia de vivir la belleza y la alegría de ser cristia-nos».
La alegría de la fe es una alegría que el mundo pagano no puede producir porque ésta viene del Espíritu Santo. La alegría es fruto del amor, de ahí que en el infierno no pueda haber ale-gría, ya que el infierno es el lugar donde el último gramo de amor abandona al alma en el momento en que entra ahí; por eso, como dijo el Papa Pablo VI «debemos estar en guardia contra el peligro de la idolatría moderna. Hoy siente el hombre la tentación de adorarse a sí mismo».
(*) Director Nacional Pioneros de Abstinencia Total
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