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Warning: session_start(): Cannot start session when headers already sent in /home/lapatri2/public_html/impresa/index.php on line 8 De Tiahuanaco a San José de Chiquitos - Periódico La Patria (Oruro - Bolivia)
Con diferencia de objetivos y de itinerarios, caminé por dos de las poblaciones bolivianas que recorrió la Reina Sofía de España en su amistosa visita diplomática. Los extremos que separan a Tiahuanacu, en el altiplano lacustre paceño, y San José, en el corazón de la Chiquitania cruceña, no son sólo geográficos, desde el poniente al oriente.
Tiahuanaco es el símbolo del desarrollo de los señoríos aymaras, una de las culturas precolombinas más notables y de las pocas que dejó vestigios de una ciudad en el actual territorio boliviano. Un misterio rodea a sus piedras colosales y las leyendas más insólitas y planetarias se discuten para justificar su silencio solar.
San José concentra la herencia de la colonia ibérica y la valentía casi inexplicable de quienes se abrían paso en la espesura de la desconocida selva y de los ríos turbulentos para llegar a alguna planicie donde fundar un campamento. Ni la ambición dorada ni la fe cristiana alcanzan para replicar tanta aventura.
La pétrea ciudadela se extiende en el páramo infinito, con la cordillera nevada en perspectiva y con huellas de un antiguo puerto a orillas del Lago Titicaca, considerado sagrado por sus antiguos habitantes, a casi cuatro mil metros sobre el nivel del mar. El viento sopla desde el norte y las nubes no anuncian chubascos sino la cercanía del cielo.
Desde la cuesta, quien llega de la ruta fronteriza, se divisa el campanario de la iglesia católica, uno de los monumentos patrimoniales de Santa Cruz y de Bolivia. La portada barroca alcanza para el ingreso a las naves trabajadas con todo cuidado por los indígenas de tierras bajas y para pasar al patio conventual, con sus corredores frescos, protectores silenciosos de la canícula al mediodía.
En Tiahuanaco es difícil corretear. De principio, los monumentos milenarios provocan un temor, un respeto que obliga al paso sereno, asombrado aún cuando se llegue tantas veces por sus alrededores. Difícil imaginar cómo alguien- quizá un cuñado audaz- aprobó una boda plebeya con ambiciones de ser real, pero llena de estropicios.
No vi en San José salir a unos novios del brazo sino a una procesión por el santo patrono. Guirnaldas y músicos de violín, viola, tambora y dulce flauta, el cura y los monaguillos por delante, las beatas y las abadesas retrasadas, los hombres cargando con las imágenes de yeso y rezando rosarios.
Las cuatro esquinas en el pueblo paceño no son ya recuerdo de los cuatro ayllus sino de los cuatro basurales. Ni el casamiento mediático ni los ensayos pachamamísticos sirven para mantener un aseo comunitario. La fiesta por el Señor de la Exaltación riega las calles del alcohol, mixturas y suciedades. Casi malolientes, yacen restos de comidas y des-comidas junto a plásticos que vuelan desordenados. ¿Quién cuida este Patrimonio de la Humanidad? ¿El Ministerio de Cultura, el municipio, las cofradías, las prestes?
San José luce limpio al día siguiente de la fiesta. Hay un hotel de cinco estrellas, platos típicos para escoger entre varios mesones pueblerinos. Convive un francés y su esposa camba en un restaurante internacional. El café y las masitas se sirven después de la siesta. La gente es hospitalaria, abren sus puertas, sonríen a los viajeros del tren.
En un lugar, la división afectó a diferentes niveles estatales y comunales y sus atractivos se deslucen; en el otro, la amalgama de estado y sociedad civil aumentan sus potencialidades productivas y turísticas.
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