El Papa en la Carta Apostólica convocando al presente Año de la Fe, recuerda que el Siervo de Dios, Pablo VI, proclamó un Año de la Fe parecido, en 1967, mismo que “concluyó con la Profesión de fe del Pueblo de Dios, para testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de to-dos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundi-zados de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado” (cf. Porta fidei, 4).
En el 318 el presbítero Arrio natural de Libia, discípulo de la escuela antioquena, dio forma plástica a la afirmación herética de que “el Logos no existe desde toda la eternidad, es una criatura sacada del Padre de la nada. Por tanto Cristo no es propiamente Dios, sino un hombre, una criatura”, “Cristo es un gran Maestro, pero no es Dios, ni causa de salvación”. El arrianismo destruye no sólo la Santísima Trinidad sino también la redención.
Hay también hoy en día un neoarrianismo difundido ad extra por sectas y grupos como los Testigos de Jehová, los Socinianos y los Mormones entre otros, quienes afirman que “Cristo no es Dios”, y un neoarrianismo ad intra, “con no pocos apo-yos” (dentro de la Iglesia Católica).
Con la Exhortación apostólica “Petrum et Paulum”, publicada con la firma de Pablo VI, el 22 de febrero de 1967, era convocado entonces un Año de la Fe. En dicha Exhortación pedía el Papa durante ese tiempo de gracia, la proclamación solemne del Credo “según una u otra de las fórmulas en uso en la Iglesia Católica”.
Antes y durante el desarrollo del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II, habí-an surgido mociones para que se elaborara un Credo, una Profesión de Fe, “com-pleta y detallada, en la que resulte explícito todo lo que realmente está contenido en el Símbolo de Nicea”. El teólogo dominico Yves Congar “estaba convencido de que entraba en la tradición promulgar un nuevo Símbolo después de haber cele-brado un Concilio ecuménico. En junio de 1964, ante su insistencia, el Papa le había pedido al mismo Congar que redactase un texto, resultado que a Pablo VI no le convenció, aunque apreciaba el “tono bíblico” del borrador de Congar, de hecho abandonó el proyecto”.
Empero el “Credo del Pueblo de Dios” proclamado por Pablo VI el 30 de junio de 1968, llegaba por otro camino. Jacques Maritain que había levantado los brazos en alto a raíz de “los desvaríos doctrinales y los falsos “aggiornamenti” culturales que ve crecer entre laicos y eclesiásticos con el pretexto de la apertura al mundo”, escribía a su amigo el cardenal suizo Charles Journet: “Hace bastantes días me vino una idea, con una intensidad y una claridad tales que no creo que pueda pa-sarla por alto. Era como un fragmento de luz mientras rezaba por el Papa y re-flexionaba sobre la tremenda crisis que está pasando la Iglesia”. Frente a dicha crisis —explica en su carta Maritain— “sólo una cosa es capaz de tocar universal-mente los espíritus, y de custodiar el bien absolutamente esencial, que es la inte-gridad de la Fe”: no “un acto disciplinario, ni exhortaciones, ni directrices, sino un acto dogmático, a nivel de la fe misma”; un “acto soberano de la autoridad supre-ma que es la del Vicario de Jesucristo”. Según Maritain lo que hacía falta en ese momento presente era “que el Soberano Pontífice redacte una Profesión de Fe completa y detallada, en la que resulte explícito todo lo que realmente está conte-nido en el Símbolo de Nicea -esta será, en la historia de la Iglesia, la ‘profesión de fe’ de Pablo VI”.
Dos días después, Maritain leyendo en los periódicos las síntesis del Credo del Pueblo de Dios, ve amplios extractos del texto que le había enviado al cardenal Journet. “El milagro”, escribe el cardenal Journet a Maritain el 24 de enero, “es que han sido tocados y puestos de nuevo en luz todos los puntos difíciles” (Gianni Va-lente, entrevista al cardenal Cottier).
Y mientras el Siervo de Dios Pablo VI “testigo de la época contestataria post-conciliar, durante la que nunca dejó de subrayar con discursos y encíclicas el Cre-do de la Iglesia”, el obispo marxista Casaldáliga incoaba “su misa de resistencia indígena” despreciando la labor evangelizadora de los siglos precedentes: “Por la cruz inscrita en la espada de los saqueadores, por la civilización devastadora que pretende ser cristiana, por las catedrales asentadas en el corazón de los templos indígenas, por el Evangelio de la Libertad, decreto hecho cautivo” (Missa blasfema na catedral de Sao Paulo, Rafael Menezes) proclamando un anti-credo en el que profesa su fe de esta manera: “¿Me preguntas por mi fe? Te respondo llanamente: creo en Dios, creo en el hombre, creo en el Señor Jesús, creo en la pobre María y en toda la Iglesia pobre, creo en la tierra de todos, como la madre primera, creo en los nuevos lugares, con lugar para reír al aire libre (otra vez naturaleza); con lugar parar sentir compañía (otra vez humanidad); con lugar para vivir la vida eterna (ya en el tiempo); con lugar para esperar la gloria eterna” (Nuestro Credo, Víctor Codi-na S.J., CISEP Oruro).
El anti-credo de la anti-fe, con qué desastrosas consecuencias.
(*) Director Nacional Pioneros de Abstinencia Total
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