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Domingo 28 de octubre de 2012

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Cultural El Duende

Cosas de ambos mundos

28 oct 2012

Fuente: LA PATRIA

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I

Pues bien. Este caso o esta cosa, es del tiempo de Atahuallpa, –digo mal– ocurrió cuando esta querida y valerosa tierra de Don Alonso, el de Mendoza, aún estaba dividida en ciertos sectores o zonas, que hoy hánse venido a incluir en el radio urbano, por ejemplo, pongo: chojña-larka, huajra-pila, thujsa-calle, khara-huichinca, karkantía, etc.

En este período de tiempo y vida, en que campeó un gran romanticismo a la par que un santo temor a Dios entre nuestros bisabuelos, intercalado con credulencias para con el diablo, las ánimas y las brujas, aparecieron en esta parte de América los agregios juanes sin miedo, y precisamente uno de éstos, fue el hombre de nuestro cuento.

Don Juan de San Ginés, el protagonista, mozo de pelo en pecho, de blasonado solar, y por ende, gente de añeja alcurnia; descendiente del Inquisidor Don Pedro de Alcudia Suárez y San Ginés, Caballero del Toisón e individuo de la Real Orden de Alcántara y, si hacerse quiere alguillo más de genealogía, añado que el abuelo de Don Juan, fue Don Tadeo de San Ginés, Oidor de Cabildo: habiéndole dado a luz doña Manuela Josefa Caicedo y Matas en 21 de junio del gracioso año de 1718 en esta ciudad del Choqueyapu. Impúsole óleo y santo crisma el Cura de almas de la parroquia de San Sebastián Don Anselmo Ustáriz, doctor en Cánones y Sacra Teología.

II

Yendo al grano y hacia las espeluznantes proezas de Don Juan de San Ginés, y –por qué no decirlo– de este espadachín de tomo y lomo, que echando a ruar la nobleza de su sangre, dedicó sus floridas primaveras a cortejar damiselas de dudosa traza y procedencia, en desmedro asaz de los cuarteles de su escudo.

Así, llegó ocasión en que al recogerse santa y honestamente a su aposento, oído apenas el primer canto del gallo y el lejano del sereno, en acompañamiento de cotunos varios, ocurrióseles a todos torcer un poco de tabaco para matar el frío y entretener a las horas, descendieron la calle de San Juan de Dios, sin encontrar ánima viviente para solicitarla una cerilla y pensando en salvar tal situación, detuviéronse casi al frente mismo del templo de juandedianos, mientras que en la calle, ni chis ni mus.

Cabe, empero, lector, que en el entonces de aquestas tramas, la actual Iglesia de dicho San Juan de Dios, era convento hecho y derecho y por tal motivo, administrado estaba por sus paternidades los frailes juandedianos, desde 1629, bajo la advocación del Señor de la Buena Muerte, (suplico no confundirla con la humanitaria hermandad de religiosos del mismo nombre, fundada veintinueve años atrás.

La susodicha iglesia, servía para depositar a los desvalidos cadáveres caídos en la tarde de cualquier día (no existían día fijos para descesar); en la noche velábanse allí mismo a puerta abierta hasta la siguiente aurora; para luego ser inhumados mediante la caridad de los hermanos jaudedianos, bajo de muy santa sepultura. Cierro el paréntesis, le pongo punto y sigo.

III

Nuestro Juan sin Miedo (el de San Ginés) fue tímidamente indicado por uno de sus amigos para que entrase al templo y encendiese su tabaco de la llama de uno de los velones que alumbraban a los cadáveres depositados. Don Juan, no esperó palabras nuevas y terciándose la capa, se dijo: ¡aquí los de San Ginés! Y ante el estupor de todos, en faciendo y en diciendo se introdujo a la iglesia.

Los amigos, que a pesar de todo, esto y mucho más habrían esperado de la temeridad arrojadiza del compañero acabaron por poner pies en polvorosa con la carne hecha de gallina.

San Ginés, encendió su cigarrillo del fuego que dicha queda y ¿quién le vio?, ¿quién le oyó…?, nadie. Para otro cualquiera, el chisporrotear de los velones, la soledad sepulcral y el tétrico silencio en la bendita casa, vigilada únicamente por un hermano lego, presente por turno, musitando alguna oración en algún rincón del templo, habrían sido suficientes causales para ponerle los pelos de punta, pero se trataba de un calaverón de siete suelas y media.

Saliendo del templo, echando bocanadas de espeso humo con aires de gran home, buscó a los amigos, pero no los halló porque sabemos ya lo que pasó con ellos; en cambio, vio que en dirección del camino por todos antes recorrido subió una garrida moza; verla y enamorarse de ella, todo fue uno y siguióla hasta perder el seso; pero cuanto más apuraba el paso para encontrarla, más aún apretaba el caminar la moza como para esquivar el tope y así, anda que te anda, ya por la calle de Chirinos (hoy Potosí), ora por la de las Cajas (hoy Ayacucho), atravesaron la Plaza de Armas, siempre el uno muy cerca de la otra, Don Juan parecía decirse: allá te pesco, aquí te cojo, hasta quedar ambos, al fin de la ciudad, es decir en Khellapat-paciencia (hoy parte de la convergencia entre la calle Ingavi y la Avenida Montes, 12 de Julio, Tarapacá, etc.

En este paraje, Don Juan tuvo por cogida a la moza, ya que logró arrebatarle la verónica que llevaba puesta, mas ésta (la moza, no la verónica) hizo un ligero quite de cuerpo y como queriendo seguir su caminata, torció un breve recodejo y… hasta hoy día. Don Juan no tuvo más que arreglarse el borceguí y luego arrechuparse un dedo; la moza estaba perdida.

IV

Ya por cansancio o porque no pudo hallar de nuevo la incógnita de sus anhelos, (que era ánima como luego se verá) el persecutor contentóse con el trofeo conquistado a fuer de ser pertinaz andariego y diciendo en su magín: ¡qué niña ni que ocho cuartos!, tornó a caminar rumbo a su aposento; hallándose en casa, encendió la bujía, sometida en fina palmatoria de rica plata, se santiguó y durmióse hasta el siguiente día como un lirón. La verónica quedó perfectamente doblada y guardada en baúl de cedro con siete llaves, como prenda de amorosa e intransigente aventura, que habría de ser seguramente recomenzada al siguiente día, apenas cesara el toque de la oración.

Aquí parece acabar el cuento, lector paciente, pero no todo es del color del cristal con que se mira. Paciencia y terminaremos, ya que ahora viene, no lo flaco sino lo regordo de esta tradición.

No bien hubo despertado nuestro Fidalgo galán, despejada ya su testa de los humos de bon vino en noche anterior libado, de lo primero que hizo memoria fue de la moza perseguida y de la manta cogida, incorporarse y abrir el emporio de sus secretas prendas fue cosa de siz saz.

Difícil es describir a pluma el estupor que Don Juan sintió al ver la famosa partichela de indumentaria tornada en algo que su sesera no atinaría a comprender; su tenedor apenas si pudo balbucear un ¡Dios me valga….! La Verónica e sin par fama, había convertido en denegrido terliz, de sucia franja plateada, orlado y salpicado de infinidad de manchas de sebo; érase la tal verónica –lo repito– un teliz de catafalco, ídem a los de la misericordia, camposanto o depósito de cadáveres del templo de San Juan de Dios.

San Ginés, el mancebo temerario, reconstruyendo detalles y desempolvando recuerdos, terminó por refijar en que hubo encendido su tabaco del velón que servía para custodiar los juzgados restos de una mujer, algo joven y desde ese momento hizo conciencia para no volver a jugarse con ánimas que al fin y al cabo ya no pertenecen a este mundo sino al de más allá.

***

Por vez única y postrera, Don Juan tuvo desenlace tal en aventura suya; recién, al cabo de luengos años, acordóse que tenía fe de cristiano bautizado; recién se santiguó, contritamente, seis veces, creo que de un solo golpe, oró arrepentido y prometió al Cielo, no meter más la pata en fandangos de tal corte y descrédito, en tales calaveradas de cien quilates por peso y menos, a jugarse con despojos humanos que a Dios le son de pertenencia.

Ismael Sotomayor y Mogrovejo.

La Paz, 1904- 196. Historiador y tradicionista.

Fuente: LA PATRIA
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