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Domingo 28 de octubre de 2012

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Cultural El Duende

Por qué lleva punto la i

28 oct 2012

Fuente: LA PATRIA

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Indivisible, sin forma ni extensión, el punto es la forma geométrica elemental. Infinitos puntos –tienen que ser infinitos– forman sorprendentes imágenes o una recta cualquiera pero cuando es único un punto no es nada. Nada no, el punto es la transición entre la nada y la forma; es antes que nada el principio (y también el fin). Antes de aparecer con sus garras abiertas sobre la paloma el águila es apenas un punto en el espacio. Antes de desaparecer definitivamente tragado por el mar, de un barco no queda más que un punto (al centro de una serie de olas que se alejan).

El punto central es ser puro, lo absoluto y lo trascendente y La estrella polar ofrece la expresión natural más elocuente de ese principio. Para los norteños de nuestros antepasados la existencia de un punto fijo y eterno, siempre igual en el mismo lugar del cielo cada noche, no sólo confirmaba la existencia de una armonía celeste sino que demostraba un principio divino. Aquí abajo todo decae, todo cambia pero hay algo arriba en el cielo que es inmutable y eterno. De ahí a inferir que Dios existe es un paso.

Para nosotros habitantes del hemisferio Sur que no tenemos la fortuna de una estrella fija y que debemos ver a nuestra más característica constelación hacer un giro nocturno en torno a un punto imaginario y desaparecer, nos es menos natural reconocer una trascendencia mística al punto. Por eso, tal vez, nuestra religión, al sur del Ecuador, es más arbitraria y más sentimental, más ignorante de dogmas absolutos y más atada a principios caprichosos.

Poner semejante carga simbólica sobre la vocal más débil de las cinco es un artificio caligráfico incompresible. Es verdad que el punto permite distinguir manuscritas ciudad y cuidad, pero ésta es una muy pequeña y ocasional ventaja. El lector está invitado a confirmarlo pasando minutos de ocio en busca de más aliteraciones similares.

Como sucede con frecuencia, por resolver una cuestión puntual se ha introducido una más general (a la vez puntual). Los grandes principios aguantan muy mal las adecuaciones pragmáticas. Bastante concesión ya fueron el acento y la diéresis. De haber sido más inflexibles en mantener el idioma con lo estrictamente necesario para la expresión pura y la escritura tan simple como posible, no tuviésemos hoy un punto sobre la i.

A cambio de esa ganancia mínima en claridad, se ha introducido en la escritura la permanente molestia –cuando ésta era un oficio no ayudado por la máquina– de perseguir a íes con la pluma para adjudicarles el punto. Obligando al párvulo y al poeta a volver sobre sus garabatos o interrumpir el movimiento continuo que dibujaba las frases mi mamá me mima o si por su mal me sigue ciego amante (que nunca es sola suerte desdichada)…

Verdaderamente necesario no debió ser ese adorno sobre la i si pudo esperar hasta el siglo XI para comenzar a ser utilizado. Podemos imaginar al monje y escriba que ya utilizaba un punto bajo para terminar una oración y uno a media altura para unir dos frases (antes de que se inventara la coma) molesto con la confusión entre ciudad de Dios y cuidad de Dios poniendo por primera vez también un punto sobre la i. La j tuvo que esperar mil años más para ser inventada hija de la i y heredar de ella el nombre de iota y el capricho del punto.

Con el majestuoso antecedente de llevar en la cabeza todo un punto, se esperaría más de la i pero, como los hijos opas de las grandes mujeres (los grandes hombres tienen con menos frecuencia hijas opas; cosas que sólo Freud explica), la princesa del punto, la tercera vocal es sinónimo de nimiedad. No vale una iota dice Mateo (5 y 18) por decir algo insignificante. La iota griega del evangelista no tenía punto, ¿pero por qué la escoge él para tan humillante comparación? Justo la i, cuando iu –nuestra tentativa razón para el punto quiere decir en griego lo bueno, aquello que el evangelio (buena nueva) transmite.

Las palabras con muchas íes no son las más fuertes, hay que reconocerlo. Fifí y pitiminí suenan a cosa poca y significan pequeñeces, inmiscuir y mordihuí no pueden ser buena cosa y sirini istibi li mir es siempre la más cómica de las aliteraciones infantiles de serena estaba la mar. Pero basta una o para dar a una palabra llena de íes una sonoridad casi respetable: imbibición, por ejemplo, o birlibirloque. La terminación es importante; de una o final saca su peso algunas palabras. ¿Es que hay una razón profunda que asocia en algunos idiomas la pequeña i a un terreno de las cosas que no tiene peso ni importancia?

Es una cuestión de idioma y costumbre: otras lenguas se llevan mejor con la i y tal vez saquen de ella expresiones de gran intensidad. En castellano la vocal más frecuente es la e; es posible que en italiano sea la i, en alemán la a –no lo sé–. El inglés las deforma todas –pero le da un lugar de gran importancia a la I (gráfica y mayúscula)– y vaya uno a saber qué cosas harán el curdo y el malgache con sus vocales. Tal vez en castellano las palabras más débiles vengan con muchas íes y quizá fuera más bello un idioma con la a como única vocal pero, ¿quién quiere un idioma que no tuviese la posibilidad de escribir sonetos a una Ifigenia?

Jorge Patiño Sarcinelli. La Paz. Escritor y matemático.

Fuente: LA PATRIA
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