Loading...
Invitado


Domingo 14 de octubre de 2012

Portada Principal
Cultural El Duende

Dos poetas orureños

14 oct 2012

Fuente: LA PATRIA

Mariano Ramallo. Oruro 1817-1876. Poeta, periodista y abogado. Premio Nacional de Poesía (1846). Traductor de Víctor Hugo y Lamartine. Su producción se halla dispersa en periódicos y revistas de la época. Forma parte de las antologías América poética (1846 y 1850) compilada por el poeta argentino Juan María Gutiérrez y Parnaso boliviano (Valparaíso, 1869) de Domingo Cortés. La humanidad y el amor son temas recurrentes en sus versos • José Víctor Zaconeta. Oruro. 1885-1945. Poeta, ensayista e investigador del folclore regional. Ha publicados Poemas (1894); Entre el polvo del camino y Odas y poemas (1925). Poesía romántica, clásica, utiliza el romance para desarrollar temas de tradición

Inspiración

En un árido desierto,

bajo un cielo nebuloso,

del huracán proceloso

combatido sin cesar;

al pie de incultas montañas

celebradas por sus minas,

alienta entre sus viejas ruinas

el pueblo do está mi hogar.

Parece que el cielo quiso

condenar en él mi vida,

y que fuese la guarida

de mi seco corazón:

y que encerrado pasara

en un helado sosiego,

un alma llena de fuego

y sedienta de ilusión.

A la inacción condenado

arrastro mi vida triste,

sin gozar de cuanto existe

y cuanto alienta el amor:

solo ven los ojos míos

una llanura desierta,

la naturaleza muerta

sin hechizo y sin verdor.

Jamás escucho el susurro

del céfiro entre las hojas,

ni la angustia y las congojas

llegan a mi soledad

de la tórtola amorosa,

que en acento lastimero

llorando a su compañero,

se queja de su orfandad.

Jamás, ni por un momento

toca mi marchita frente

el embalsamado ambiente

que fecunda la flor:

ni jamás a mi alma llega

alegrándome el oído,

el suave y manso ruido murmurador.

No he visto nada del mundo,

y parece que su nada

por do quiera derramada

mis ojos contemplaran:

pues sólo escucho del búho

el monótono gemido,

las quejas del afligido

y la voz del huracán.

***

El alma no ha gozado todavía

el inmenso espectáculo del mar;

ni ha sentido aun rodar bravía

en su seno la ronca tempestad.

No he visto sus flotantes fortalezas

que dominando el elemento audaz,

conducen en su seno las riquezas

siempre con vivo infatigable afán.

No he visto en esos techos de topacio

a la luna , en flotante aparición,

mecerse vacilante en el espacio

derramando en el mar su resplandor.

Ni en su terso cristal como centellas

retratadas rielar en confusión,

ese espléndido polvo de estrellas

que levantan los pasos de Dios.

***

Nada sublime a mis ojos

mostró aun naturaleza,

sólo miro su tristeza

su aridez y sus abrojos.

Mísera, pálida, inerte,

como olvidada del cielo,

es el palacio del hielo

y el dominio de la muerte.

En las nieves del invierno

envuelta, como en sudario,

parece que un osario

descansa con sueño eterno.

Dolorosa es para el hombre

la idea, penosa la cierta

de tener tumba desierta

en ella, triste y sin nombre.

Es una soledad muda,

sin un ciprés por abrigo,

y sin que llore un amigo

contemplándola desnuda.

***

¡Perdón! No escuches, Dios mío,

mi terrena queja impía,

y la paz al alma mía

devuélvale tu piedad:

esa paz, hija del hombre,

esa paz, hija del cielo,

la delicia y el consuelo

de la triste humanidad.

Con ella libre de angustias

alzaré a voz mi memoria,

y publicaré tu gloria

con inspirado fervor;

con ella veré la tierra

menos desolada y triste,

y cuanto a mi lado existe

no me inspirará dolor.

Oiré en la voz del desierto

tu omnipotente entereza;

y el himno de tu grandeza

en la ronca tempestad:

y tu poder derramado

en el espacio, en los montes,

y en todos los horizontes

de la inmensa soledad.

Mariano Ramallo

Los Chipayas (fragmento)

Ostentado el orgullo de su raza

y de su sangre inmaculada y pura

la indomable altivez, de pie, en la puerta

de su achatada casa

menos que casa, miserable choza

perdida en la llanura,

destácase la imagen

de la india esbelta, varonil y hermosa,

que impera allí cual reina de la pampa

¡o del desierto solitaria diosa!

con sus vivaces ojos, amaestrados

a devorar distancias y horizontes,

escudriña el vaivén de los ganados

entre quiebras de lejanos montes,

la undosa cabellera al son esparce

con sus brazos fornidos y morenos,

dejando ver por la camisa abierta

la acanalada sombra

de sus turgentes y redondos senos:

todo respira en ella aliento y vida,

la vida de la lucha y las tormentas,

en que el cayado y la ascensión le dieron

la amplitud de sus formas opulentas.

***

De la distancia a diez leguas en contorno

y aún más allá tal vez de sus confines,

no hay quién ignore que ese erial produjo

aquella flor silvestre

que descollar pudiera en los jardines.

Su nombre trasponiendo las fronteras

del cacicazgo extenso,

entre cantares y sonoras rimas,

heraldos trajo de extranjeras tribus

desde apartados y remotos climas,

los que asombrados de tan real belleza

y del poder de su virtud y encantos,

rendíanle homenaje

en estos u otros parecidos cantos:

¡Oh la doncella de los labios rojos,

de ascuas que abrasan con letal mutismo!

¡La de los grandes y profundos ojos

más negros que el abismo!

¡La del cabello de ébano flotante

que juega con el viento

y cuya voz arrulladora imita

de un coro de aves celestial concento!

¡La que con pies seguros y ligeros

corriendo por los llanos y las lomas,

lleva anhelantes y en su pecho ocultas

las de sus senos cándidas palomas!

¡La de torneados y robustos brazos

llenos de sangre ardiente,

la del perfil de pensativa diosa,

la de la altiva y soñadora frente!

¡Quién las primicias de su amor pudiera

ganándote, Atalanta, la partida,

venturoso alcanzar, y de ti hiciera

su encantadora hurí de otra vida!

¡Por una hermosa flora, la bíblica Eva,

perdió el Paraíso y la inocencia el hombre,

y a una mujer, a la divina Elena,

debió la ruina de su excelso nombre

la infortunada Troya:

fue una mujer, la Reina de Castilla,

que envió a Colón, a descubrir un mundo,

de una ignorada meta a la distancia,

el que, más tarde, redimido fuera

por férrea heroína, Juana de Padilla;

otra sublime Juana, Juana de Arco,

salvó a su patria gloriosa Francia

al noble precio de su propia vida,

alcanzando, a merced de cruel suplicio,

santificada sea y bendecida;

Carlota el hilo de la vida corta

al ruin Marat, el conductor ficticio

de un socialismo falso

y aquella y la Roland, almas de atletas,

que ante la historia absorta

convierten su valor en un incendio,

serenas se dirigen al cadalso!

¿A qué evocar más gráficas memorias,

si el mundo sabe bien que las mujeres

son causa de desastres y de glorias,

de excelsas redenciones y de crímenes

cubiertos de dolores y de placeres?

Sí, ¡indias o blancas! ambas pueden tanto,

y si, al decirlo, en una vil parodia

mi imperdonable atrevimiento raya,

fuerza es que exclama, al expirar mi canto,

que fue Santula, la gentil, Santula

más bella que la flor de jamancaya,

la causa oculta, misteriosa y sola

de la soberbia rebelión chipaya!

José Víctor Zaconeta

Fuente: LA PATRIA
Para tus amigos: