Crece en América del Sur una ola de supresión a los límites constitucionales a las reelecciones sucesivas. Ésta está impulsada por la idea-fuerza de que presidentes-redentores precisan permanecer en el poder hasta que su misión esté concluida. La defensa de las reelecciones sucesivas forma parte de una narrativa épica y maniqueista que opone élites antinacionales a las fuerzas populares y nacionalistas.
Hugo Chávez intenta reelegirse por tercera vez en octubre, después de casi catorce años en el poder. En 2009, contrariando el resultado de un referéndum popular, obtuvo la reelección sin límites del Congreso. En el pasado julio, Rafael Correa confirmó que buscará un tercer mandato en las elecciones presidenciales del próximo año. La Constitución de Ecuador permite apenas una reelección, pero Correa alega que su primer mandato fue obtenido bajo la vigencia de la anterior Constitución. Si es reelegido, tendrá asegurados diez años de permanencia en el poder. Evo Morales se vale del mismo argumento para justificar la posibilidad de disputar un tercer mandato en las elecciones de 2015. Si es reelegido, terminará su tercer mandato en 2020, quince años después de su primera victoria electoral.
A esta ola de supresión de límites a reelecciones sucesivas, se une ahora Cristina Kirchner. Las próximas elecciones presidenciales en Argentina serán en octubre de 2015. Antes, sin embargo, la presidente necesita cambiar la Constitución para tener derecho a disputar un tercer mandato. Si consigue su intento de cambiar la Constitución y reelegirse una vez más, la permanencia de los Kirchner en la Casa Rosada se extenderá por dieciséis años, si contamos el mandato de su antecesor y marido, el fallecido Néstor Kirchner.
El “reeleccionismo” de Cristina Kirchner viene acompañado de la ascensión de La Cámpora, organización de jóvenes dirigentes y militantes políticos que invoca el legado de la antigua Juventud Peronista. La JP fue el ala radicalizada del peronismo que se integró parcialmente a las organizaciones armadas de izquierda entre el final de los años 60 y el inicio de los 70, y terminó masacrada por la extrema derecha y por los militares durante la dictadura argentina. Hay un sincero fervor ideológico entre sus militantes. Ellos se ven como protagonistas de un historia épica, como queda claro en este párrafo extraído del ste de la organización: “Debemos considerarnos privilegiados por la Historia: hoy tenemos que dar la batalla ideológica de todos los tiempos: un país para pocos o un país para todos. Tenemos la oportunidad de continuar con la pelea histórica por la redistribución del infreso y la justicia social”. La Cámpora introdujo una narrativa ideológica y mística que le faltaba al kirchnerismo. La lucha por la (re)reelección de Cristina es un desdoblamiento lógico de esa visión de la historia argentina.
Claro que La Cámpora es diferente a los Batallones Revolucionarios de Hugo Chávez, así como el “cristinismo” es distinto al “chavismo” y éste al nacionalismo indigenista de Evo Morales. Existe, en cambio, un rasgo común entre esos líderes, partidos, movimientos y sus adeptos, nos permite agruparlos en una misma “familia política”, a despecho de diferencias importantes entre ellas. A partir de una lectura maniqueísta de la historia, todos se creen ungidos de la misión autoatribuida de redimir sus países de males seculares. Si no son ellos, ahora ¿quién más tendría la virtud y voluntad suficientes para hacerlo?
En el desempeño de esa misión, el líder ocupa un lugar único. La misión le entrega una legitimidad especial, por encima de las instituciones democráticas, y él o ella se entrega a la misión con sus cualidades supuestamente excepcionales. Venezuela es el caso extremo, pero no singular, de la fusión entre líder y misión histórica. En los demás países referidos, son cada vez más fuertes las tendencias en la misma dirección. En ese contexto, no sorprenderían nuevas extensiones, hasta el infinito, quién sabe, del derecho a la reelección, como hizo Hugo Chávez. Si la superación de males seculares requiere tiempo y poderes excepcionales para el líder, ¿por qué no remover o debilitar las restricciones a la permanencia y al ejercicio del poder de los presidentes-redentores? Si la misión así lo requiere, si la correlación de fuerzas así lo permite, ¿por qué rendirse al “fetichismo institucional”, como recién escribió Ernesto Laclau, el padre intelectual del kirchnerismo?
Esos procesos no han producido dictaduras. Al final, continúan al realizarse elecciones periódicas y formalmente libres y el confrontamiento de ideas permanece abierto. Pero implica una coacción judicial a la oposición y a la prensa, el uso político y arbitrario de los instrumentos de fiscalización y represión del Estado, el envenenamiento de la atmósfera política por la estigmatización de los adversarios como “enemigos del pueblo y de la nación”. Las mayores víctimas son las prácticas, instituciones y culturas políticas democráticas, destruidas donde existían y sofocadas donde podían germinar.
Brasil está felizmente fuera de esa ola (así como Chile, Uruguay, Perú y Colombia). Una de las razones de esa diferencia está en la ausencia de bases políticas y culturales para la articulación de una narrativa política épica de permanente enfrentamiento entre dos bloques políticos opuestos. El “nunca antes en la historia de este país” de Lula se vio siempre aliñado por la salsa del compromiso y diluido por la peculiar lógica de la metamorfosis ambulante.
Se articuló, eso sí, una narrativa en torno al “golpe de las élites” para su uso en momentos “oportunos”. Ésta es retomada ahora cuando aparece cierta la condena de próceres del PT por el STF. Con las candidaturas del partido claudicando en las principales capitales y una hasta aquí mal explicada “denuncia” de Marcos Valério a la revista Veja, PT y aliados emitieron el último viernes una nota acusando a las oposiciones de “golpismo” y comparando la coyuntura actual a la que precedió al suicidio de Getúlio Vargas.
Pero ésta no es una narrativa épica ni maniqueista. Es apenas groseramente falsa, aunque no deje de ser peligrosamente antidemocrática.
Tomado de Infolatam
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