Loading...
Invitado

Warning: include(cache_paginas/09_2012/periodico_30_8_4.php): failed to open stream: No such file or directory in /home/lapatri2/public_html/impresa/index.php on line 631

Warning: include(cache_paginas/09_2012/periodico_30_8_4.php): failed to open stream: No such file or directory in /home/lapatri2/public_html/impresa/index.php on line 631

Warning: include(): Failed opening 'cache_paginas/09_2012/periodico_30_8_4.php' for inclusion (include_path='.:/opt/cpanel/ea-php72/root/usr/share/pear') in /home/lapatri2/public_html/impresa/index.php on line 631
Cultural El Duende

El castigo

30 sep 2012

Fuente: LA PATRIA

Saint-Domingue, 1770-1793

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

Valmorain le notificó a Teté que partirían en una goleta americana al cabo de dos días y le dio dinero para abastecer a la familia de ropa.

–¿Te pasa algo? –le preguntó al ver que la mujer no se movía para coger la bolsa de monedas.

–Perdone, Monsieur, pero… no deseo ir a ese lugar –balbuceó ella.

–¿Cómo dices, idiota? ¡Obedece y cállate!

–¿El papel de mi libertad vale allá también? –se atrevió a inquirir Teté.

–¿Es eso lo que te preocupa? Por supuesto que vale, allá y en cualquier parte. Tiene mi firma y mi sello, es legal hasta en la China.

–Luisiana queda muy lejos de Saint-Domingue, ¿no? –insistió Teté.

–No vamos a volver a Saint-Domingue, si eso es lo que estás pensando. ¿No te bastó con todo lo que pasamos allá? ¡Eres más bruta de lo que pensaba! –exclamó Valmorain, irritado.

Teté se fue cabizbaja a preparar el viaje. La muñeca de palo que le había tallado el esclavo Honoré en la niñez había quedado en Saint-Lazare y ahora ese fetiche de buena suerte le hacía falta. Volveré a ver a Gambo, Erzuli? Nos vamos más lejos, más agua entre nosotros. Después de la siesta esperó a que la brisa del mar refrescara la tarde y se llevó a los niños de compras. Por orden del amo, que no quería ver a Maurice jugando con una chiquilla rotosa, los vestía a los dos con ropa de la misma calidad, y a los ojos de cualquiera parecían niños ricos con su niñera. Según planeaba Sancho, se instalarían en Nueva Orleans, ya que la nueva plantación quedaba a sólo una jornada de distancia de la ciudad. Ya poseían la tierra, pero faltaba lo demás: molinos, máquinas, herramientas, esclavos, alojamientos y la casa principal. Había que preparar los terrenos y plantar, antes de un par de años no habría producción, pero gracias a las reservas de Valmorain no pasarían penurias. Tal como decía Sancho, el dinero no compra felicidad, pero compra casi todo lo demás. No querían llegar a Nueva Orleans con aspecto de venir escapando de otra parte, eran inversionistas y no refugiados. Habían salido de Le Cap con lo puesto y en Cuba habían comprado lo mínimo, pero antes del viaje a Nueva Orleans necesitaban un vestuario completo, baúles y maletas. Todo de la mejor calidad, Teté. También un par de vestidos para ti, no quiero verte como una pordiosera. ¡Y ponte zapatos!, le ordenó, pero los únicos botines que ella poseía eran un tormento. En los comptoirs del centro, Teté adquirió lo necesario, después de mucho regateo, como era costumbre en Saint-Domingue y supuso que también lo sería en Cuba. En la calle se hablaba español, y aunque ella había aprendido algo de esa lengua con Eugenia, no entendía el acento cubano, resbaloso y cantado, muy distinto al castellano duro y sonoro de su ama fallecida. En un mercado popular había sido incapaz de regatear, pero en los establecimientos comerciales también se hablaba francés.

Cuando terminó con las compras pidió que se las mandara al hotel, de acuerdo a las instrucciones de su amo. Los niños estaban hambrientos y ella cansada, pero al salir oyeron tambores y no pudo resistir al llamado. De una callecita a otra. Dieron con una pequeña plaza donde se había juntado una muchedumbre de gente de color que bailaba desenfrenada al son de una banda. Hacía mucho tiempo que Teté no sentía el impulso volcánico de la danza en una calenda, había pasado más de un año asustada en la plantación, acosada por los aullidos de los condenados en Le Cap, huyendo, despidiéndose, esperando. Le subió el ritmo desde las desnudas plantas de los pies hasta el nudo de su tignon, el cuerpo entero poseído por los tambores con el mismo júbilo que sentía al hacer el amor con Gambo. Soltó a los niños y se unió a la algazara: esclavo que baila es libre mientras baila, como le había enseñado Honoré. Pero ella ya no era esclava, era libre, sólo faltaba la firma del juez. ¡Libre, libre! Y vamos moviéndonos con los pies pegados al suelo, las piernas y las caderas exaltadas, las nalgas girando provocadoras, los brazos como alas de gaviota, los senos zamarreados y la cabeza perdida. La sangre africana de Rosette también respondió al formidable requerimiento de la música y la niña de tres años saltó al centro de los danzantes, vibrando con el mismo gozo y abandono de su madre. Maurice, en cambio, retrocedió hasta quedar pegado a una pared. Había presenciado algunos bailes de esclavos en la habitación Saint-Lazare como espectador, a salvo de la mano de su padre, pero en esa plaza desconocida estaba solo, succionado por una masa humana frenética, aturdido por los tambores, olvidado por Teté, su Teté, que se había transformado en un huracán de faldas y brazos, olvidado también por Rosette, que había desaparecido entre las piernas de los bailarines, olvidado por todos. Se echó a llorar a gritos. Un negro burlón, apenas cubierto por un taparrabos y tres vueltas de vistosos collares, se le puso por delante saltando y agitando una maraca con ánimo de distraerlo y solo consiguió aterrorizarlo aún más. Maurice salió volando a todo lo que le daban las piernas. Los tambores siguieron retumbando por horas y tal vez Teté habría bailado hasta que el último se callara al amanecer, si cuarto manos poderosas no la hubieran cogido por los brazos y arrastrado fuera de la parranda.

Habían pasado casi tres horas desde que Maurice salió corriendo por instinto hacia el mar, que había visto desde los balcones de su suite. Estaba descompuesto de susto, no se acordaba del hotel, pero un niño rubio y bien vestido, llorando encogido en la calle, no podía pasar inadvertido. Alguien se detuvo para ayudarlo, averiguó el nombre de su padre y preguntó en varios establecimientos hasta que dio con Toulouse Valmorain, quien no había tenido tiempo de pensar en él; con Teté su hijo estaba seguro. Cuando logró sonsacarle al chico, entre sollozos, lo que le había pasado, partió hecho una tromba en busca de la mujer, pero antes de una cuadra se dio cuenta de que no conocía la ciudad y no podría ubicarla; entonces acudió a la guardia. Dos hombres salieron a cazar a Teté, valiéndose de las vagas indicaciones de Mauricie, y pronto dieron con el baile en la plaza por el ruido de los tambores. Se la llevaron pataleando a un calabozo y como Rosette los siguió chillando que soltaran a su mamá, la encerraron también.

En la oscuridad sofocante de la celda, fétida de orines y excremento, Teté se recogió en un rincón con Rosette en los brazos. Se dio cuenta de que había otras personas, pero tardó un buen rato en distinguir en la penumbra a una mujer y tres hombres, silenciosos e inmóviles, que esperaban su turno para recibir los azotes ordenados por sus amos. Uno de sus hombres llevaba varios días reponiéndose los primeros veinticinco para sufrir los que le faltaban cuando pudiera soportarlos. La mujer le preguntó algo en español, que Teté no entendió. Recién empezaba a medir las consecuencias de lo que había hecho: en la vorágine del baile abandonó a Maurice. Si algo malo le había sucedido al niño, ella lo pagaría con la muerte, por eso la habían arrestado y estaba en ese hoy asqueroso. Más que su vida, le importaba la suerte de su niño. Erzuli, loa madre, haz que Maurice esté a salvo. ¿Y qué iba a ser de Rosette? Se tocó la bolsa bajo el corpiño. No eran libres todavía, ningún juez había firmado el papel, su hija podía ser vendida. Pasaron el resto de esa noche en el calabozo, la más larga que Teté podía recordar. Rosette se cansó de llorar y pedir agua y por último se durmió afiebrada. La luz implacable del Caribe entró al amanecer entre los gruesos barrotes y un cuervo se posó a picotear insectos en el marco de piedra del único ventanuco. La mujer empezó a gemir y Teté no supo si era por el mal augurio de aquel pájaro negro o porque ese día le llegaba su turno. Pasaron horas, el calor aumentó, el aire se hizo tan escaso y caliente que Teté sentía la cabeza llena de algodón. No sabía cómo calmar la sed de su hija, se la puso al pecho, pero ya no tenía leche. A eso del mediodía se abrió la reja y una gruesa figura bloqueó la puerta y la llamó por su nombre. Al segundo intento Teté logró ponerse de pie; le flaqueaban las piernas y la sed le hacía ver visiones. Sin soltar a Rosette avanzó a trompicones hacia la salida. A su espalda oyó a la mujer despedirla con palabras conocidas, porque se las había oído a Eugenia: Virgen María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores. Teté contestó para sus adentros, porque no le salió la voz entre los labios secos: Erzuli, loa de la compasión, protege a Rosette. La llevaron a un patio pequeño, con una sola puerta de acceso y rodeado de altos muros, donde se alzaban un patíbulo con una horca, un poste y un tronco negro de sangre seca para las amputaciones. El verdugo era un congo ancho como un armario, con las mejillas cruzadas de cicatrices rituales, los dientes afilados en punta, el torso desnudo y un delantal de cuero cubierto de manchas oscuras. Antes de que el hombre la tocara, Teté empujó a Rosette y le ordenó ponerse lejos. La niña obedeció lloriqueando, demasiado débil para hacer preguntas. ¡Soy libre! ¡Soy libre!, gritó Teté en el poco español que sabía, mostrándole al verdugo la bolsa que llevaba al cuello, pero la zarpa del hombre se la arrebató junto con la blusa y el corpiño, que se rajaron al primer tirón. El segundo manotazo le arrancó la falda y quedó desnuda. No intentó cubrirse. Le dijo a Rosette que se pusiera de cara al muro y no volteara por ningún motivo; luego se dejó llevar al poste y ella misma extendió las manos para que le ataran las muñecas con sogas de sisal. Oyó el silbido terrible del látigo en el aire y pensó en Gambo.

Tolouse Valmorain estaba esperando al otro lado de la puerta. Tal como había instruido al verdugo, por la paga habitual y una propina le daría un susto inolvidable a su esclava, pero sin dañarla. Nada serio le había ocurrido a Maurice, menos mal, y al cabo de dos días partían de viaje; necesitaba a Teté más que nunca y no podría llevársela recién azotada. El látigo se estrelló sacando chispas contra el empedrado del patio, pero Teté lo sintió en la espalda, el corazón, las entrañas, el alma. Se le doblaron las rodillas y quedó colgada de las muñecas. De muy lejos le llegó la risotada del verdugo y un grito de Rosette: ¡Monsieur! ¡Monsieur! Con un esfuerzo brutal pudo abrir los ojos y girar la cabeza. Valmorain estaba a pocos pasos y Rosette lo tenía abrazado por las rodillas, con el rostro hundido en sus piernas, ahogada en sollozos. Él le acarició la cabeza y la tomó en brazos, donde la niña se abandonó, inerte. Sin una palabra para la esclava, le hizo una seña al verdugo y dio media vuelta rumbo a la puerta. El congo desató a Teté, recogió su ropa rota y se la dio. Ella, que instantes antes no podía moverse, siguió a Valmorain deprisa, tambaleándose, con la energía nacida del terror, desnuda, sujetando sus trapos contra el pecho. El verdugo la acompañó a la salida y le entregó la bolsa de cuero con su libertad.

Isabel Allende. Perú, 1942. Escritora.

Fuente: LA PATRIA
Para tus amigos: