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Domingo 30 de septiembre de 2012

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Cultural El Duende

Desde mi rincón

Un filólogo, del Rin a los Andes

30 sep 2012

TAMBOR VARGAS

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Hace exactamente medio siglo que llegaba a Cochabamba un jesuita ya maduro, a un paso de la ancianidad, a quien la vida había ido situando en una larga serie de circunstancias inesperadas y, entre ellas, varias poco o nada deseables.

Me refiero al P. Josep Maria d’Oleza i Arredondo (Palma de Mallorca, 1887 – Cochabamba, 1975) ingresó en la Compañía de Jesús cuando tenía ya 21 años de edad y había cursado seis años de estudios eclesiásticos en el Seminario de su ciudad natal. Desde el noviciado en Gandia (1908-1910), fue siguiendo todas las etapas formativas jesuíticas: Humanidades en Veruela (1910-1914), Filosofía en Gemer (Holanda) (1914-1917), en plena guerra mundial; Teología en Barcelona (1917-1920) y en Valkenburg (Holanda) (1920-1921); en Barcelona recibió la ordenación sacerdotal (1920), a los treinta y tres años, edad que por entonces no era rara entre los jesuitas.

Acabados los estudios eclesiásticos de la Orden, inició los de Filología Románica y Fonología en la Universidad de Bonn (1922-1927), al cabo de los cuales defendió una tesis doctoral sobre dialectología catalana medieval (basada en un manuscrito guardado en la catedral mallorquina). A partir de entonces su campo de actividad fue la casa de estudios de Veruela (en tierra aragonesa, al pie del Moncayo); pero no tardó en trasladarse, con ella, a Italia durante la II República y la guerra civil). Su trabajo era enseñar latín, griego y alemán.

A raíz de la nueva vinculación catalana con Bolivia y Paraguay (1950), él fue uno de los que, pese a sus 65 años, se ofreció para venir a trabajar aquí. Y así lo hizo en 1952: colaboró en la parroquia de la Compañía (Cochabamba); luego pasó al Colegio de Sucre, donde todavía tuvo curiosidad y agallas para estudiar la lengua qhishwa a fin de poder predicar y confesar en el campo de los alrededores de la capital, que frecuentaba los fines de semana con otro mallorquín, Gabriel Siquier (quien, después, también paradójicamente, se consagraría al trabajo con los guaranís del Isoso); los últimos 15 años de la vida de Oleza transcurrieron en el noviciado y casa de estudios de Santa Vera Cruz (Cochabamba); en ella enseñó gregoriano y liturgia (eran los tiempos que antecedieron, acompañaron y siguieron al Concilio Vaticano II).

Observando el conjunto de su vida, no faltará quien, con cierta razón, encuentre en ella una desproporción entre lo que cabía esperarse de su preparación universitaria y lo que ‘rindió’ en las modestas funciones de docente de lenguas clásicas (y todavía peor cuando pasó a profesor de secundaria, primero en Barcelona y, luego, en Bolivia). Esta valoración debería contrastarse, sin embargo, con el hecho de que la Orden jesuítica no mide el ‘rendimiento’ de la formación dada a sus miembros únicamente por la dimensión científica.

Por otra parte, Oleza no se limitó a enseñar en las aulas, sino que también preparó varios textos escolares, entre los que destacan dos volúmenes de una Gramática de la lengua latina (Barcelona, 1945-1947) y otros de un curso de lengua griega (Barcelona, 1941-1942), que en su tiempo gozaron de varias ediciones. En Bolivia, en forma de carta (pp. V-XXII) dirigida a los autores de la Gramática de la lengua Quechua y Vocabulario Quechua-Castellano, Castellano-Quechua (La Paz, 1955), Joaquín Herrero y Jorge Urioste, planteó las cuestiones que implicaba la adopción de un sistema de escritura normalizador de la lengua; y acababa recomendando el que por entonces acababa de consagrar el Congreso Indigenista Interamericano celebrado en La Paz (1954). En este texto y en su publicación podemos ver el homenaje que los autores de la gramática le tributaban en reconocimiento de su alto equipamiento teórico.

Todo esto es verdad, pero –a fin de cuentas–se puede afirmar que ni en Cataluña ni en Bolivia la Compañía de Jesús no supo y Oleza no pudo aprovechar plenamente la preparación recibida y previsiblemente tan promisoria. El hecho se repetirá con muchos otros jesuitas (también de los llegados al país). Claro que existen razones o circunstancias que pueden explicar las cosas: recordemos que, al retornar doctorado de Bonn, Oleza se encontró con la dictadura de Primo de Rivera, que, entre otros rasgos, llevaba adelante una decidida campaña represiva de cuanto oliera a catalán o a ‘catalanismo’; y que, bajo la presión gubernamental, el Vaticano iba haciendo también su labor ‘depuradora’, exiliando o apartando de la docencia o de las tareas pastorales a un pequeño grupo de jesuitas que el españolismo acusaba de catalanismo. Y ¡Oleza acababa de especializarse en la historia de la lengua y de la literatura catalanas!

Tomando en consideración este contexto, no resulta difícil de entender que Oleza quedara irreversiblemente reciclado en la enseñanza de las lenguas clásicas. Tanto más que no tardaron en llegar sobresaltos colectivos todavía mayores: la república (que a las pocas semanas de su proclamación ya toleraba que el ‘pueblo’ se dedicara a incendiar templos); y a los pocos meses, la nueva constitución decretaba la supresión de la Compañía de Jesús, que para los estudiantes y sus profesores supuso el exilio en Italia y Holanda; luego, la guerra civil; y, al cabo, el inacabable franquismo, que por lo que se refiere a anti-catalanismo, desde su mismo comienzo dejó muy atrás las fobias obsesiones de la ‘dictabalanda’.

Todo esto se puede entender y corresponde a la más indiscutible realidad; pero uno tampoco puede dejar de lado la melancólica consideración de la vida de Oleza como una frustración: ¿o no es ‘normal’ que la historia ‘grande’ (aquella de que hablan los periódicos) triture y esterilice innumerables historias personales? No en vano, al morir Josep M. d’Oleza, su antiguo superior, colega y provincial el P. Sayós quiso recodar que en Bonn sus profesores pedían que el flamante Doctor se incorporara en su claustro… Alguien podría añadir que no sólo Oleza, sino todo hombre, al salir de este mundo, se va con alguna dosis de frustración; y que lo que los diferencia es cabalmente su bulto específico.

Puedo atestiguar que cuando, hace más de cincuenta años, por algunos meses coincidí con Oleza en Santa Vera Cruz, un inexperto como son todos los jovencitos no era capaz de descubrir en su persona el menor rasgo de la amargura que cabe esperar de un fracasado. Es que, si acaso (¿quién podría decirlo?), la música iba por dentro.

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