Domingo 16 de septiembre de 2012
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Cultural El Duende
EL MÚSICO QUE LLEVAMOS DENTRO
Sobre la música y la palabra
16 sep 2012
Fragmento del texto escrito por el filósofo y compositor alemán Friedrich Nietzsche en 1871 y que permaneció inédito durante mucho tiempo
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Tratemos primeramente la ópera para poder considerar luego su pareja en la tragedia griega. Lo observado por nosotros en el último tiempo de la novena sinfonía de Beethoven, es decir, en la cima del desarrollo de la música moderna, que la palabra queda por completo apagada bajo las olas de un mar de sonidos, no es nada excepcional ni singular, sino la reforma generalmente seguida en la música vocal de todos los tiempos, conforme únicamente con los orígenes del canto lírico. Ni el hombre agitado por la embriaguez dionisiaca, ni tampoco la masa orgiástica, poseen un oyente al cual necesiten comunicar algo, como el que supone el narrador épico y en general el artista apolíneo. Por el contrario, es propio del arte dionisiaco no conocer referencia alguna a un oyente: el ferviente servidor del culto de Dionisio, como ya dije en otra parte, solo es comprendido por sus compañeros. Si en aquellas endémicas explosiones de excitación dionisiaca imaginásemos un oyente le cabría la suerte que a Penteo, el espía descubierto; a saber: sería destrozado por las ménades. El lírico canta como canta el pájaro, por una necesidad interior, y enmudecerá si ante él se planta el oyente curioso. Por esto sería contrario a la naturaleza pedir al lírico que se preocupe de las palabras de su canción, lo que exigiría un oyente, lo que no puede pretenderse en modo alguno tratándose de la lírica. Ahora bien, preguntamos sinceramente, con las poesías de los más grandes líricos de la antigüedad, si pudieron pensar siquiera hacerse entender de la multitud por medio de imágenes y conceptos, y rogamos que se nos conteste a esta sincera pregunta recordando a Píndaro y los coros esquilianos. ¿Aquellos atrevidos y oscurísimos atracones de ideas, aquellos remolinos de imágenes eternamente renovados, aquel tono de oráculo del conjunto, todo lo cual no se puede penetrar debidamente sino haciendo callar a la música y a la orquesta, todo este mundo de milagros pudo ser, tratándose del pueblo griego, transparente como un cristal, una interpretación de la música por medio de imágenes y de conceptos? ¿Y acaso Píndaro, el maravilloso poeta, habría pensado en hacer más clara la clarísima música de su lira con aquellos misteriosos pensamientos? ¿No debemos pensar más bien en lo que el lírico es realmente, es decir, el hombre artista que piensa en la música por medio de la simbólica de imágenes y afectos, pero que no tiene que comunicar nada a ningún oyente; que, en sus momentos de rapto, olvida todo lo que pasa a su alrededor? Y así como el lírico sus himnos, así canta el pueblo su canción, para sí mismo, por un impulso interior, sin preocuparse de si sus palabras son inteligibles para otro cualquiera que no cante con él. Recordemos nuestra experiencia personal cuando se trata del arte musical en sus manifestaciones más altas: ¿qué entendemos del texto de una misa de Palestrina, de una cantata de Bach, de un oratorio de Händel, cuando nosotros no tomamos parte en el canto, sino que simplemente lo oímos? Sólo para los que cantan hay una lírica, una música vocal: el oyente la considera como música absoluta. Pero ahora empieza la ópera, según los más autorizados testimonios con el oyente que tiene la pretensión de entender las palabras. ¡Cómo? ¿El oyente tiene pretensiones? ¿Las palabras deben ser entendidas?