En vísperas del aniversario cívico de Santa Cruz, uno de sus símbolos urbanos más importantes, el diario mayor, “El Deber” es otra vez objeto de los insultos descontrolados del burgomaestre Percy Fernández, palabras que por su propio tono terminan volviéndose contra el agresor. Lo que alguna vez parecían estallidos de colerina reflejando una personalidad impulsiva, en este periodo se convierten en amenazas que rozan la línea del delito.
Los ataques verbales, sin la reacción de otras autoridades dentro del Gobierno Autónomo Municipal de Santa Cruz de la Sierra para ponerles freno, se dan en un clima inédito en la democracia boliviana: la hostilidad y agresividad en diferentes niveles contra el trabajo de los periodistas.
Un medio de comunicación masiva tiene entre otras características propias de su servicio, ejercer el control social. Nadie eligió a un reportero, a un editor o a un dueño de un periódico, como nadie selecciona con voto a su maestro. Es una tarea intrínseca y por ello, el periodismo ejerce de vocero de inquietudes comunitarias, con más o menos excelencia, con más o menos responsabilidad.
Justamente, de la forma en la cual cumple este rol en la sociedad moderna, obtiene la respuesta de su público. La credibilidad y la confianza son la base para el crecimiento de un medio de comunicación masiva impreso, más aún en una época con la cual compite con otros soportes de difusión colectiva.
¿Por qué “El Deber” goza de la preferencia de los cruceños, sin nombrar la cantidad de otros bolivianos que nos suscribimos a él para estar bien informados. ¿Por qué no tiene competencia? La respuesta podría ocupar una tesis universitaria, pero en realidad es muy simple: porque los ciudadanos se sienten identificados con sus contenidos y con sus ofertas diferenciadas, desde la página social hasta la pluralidad de sus páginas de opinión.
Presenté en encuentros internacionales de prensa a este periódico boliviano pues es un ejemplo de ensayos en búsqueda del autocontrol y de la autocrítica, como las citas periódicas con líderes de opinión para que lo evalúen o la implementación de defensorías del lector, poco aprovechadas por el propio público. Esta columna se inició con el premiado Luis Ramiro Beltrán.
Hay que repetirlo, porque a veces las autoridades locales y nacionales se olvidan, que fue este medio el que estuvo en la vanguardia para introducir en la sociedad el respeto a los diferentes, sea porque eran migrantes, sea porque bailaban saya y, sobre todo, para combatir formas de discriminación contra los homosexuales.
Reportajes premiados tratan de los bolivianos explotados en locales clandestinos de Buenos Aires o de Sao Paolo. ¿Quién pagó a ese enviado especial? ¿La alcaldía? ¿Dónde está el concejal que se autofinanció investigaciones sobre las condiciones de vida en las villas? ¿Qué congresista se preocupó por los chaqueos? ¿Qué ministro hizo el seguimiento permanente a los discapacitados para encontrarles fondos solidarios?
¡Basta!
Apoyados en la fuerza y el autoritarismo, incluso desde puestos sindicales o de “movimientos sociales”, distintos actores accionan mecanismos para amedrentar el ejercicio cotidiano de salir a la calle y cubrir la información. Cualquier pretexto les es válido.
Estamos en el peor momento para el periodismo en época democrática.
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