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Domingo 02 de septiembre de 2012

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Cultural El Duende

Un escritor

02 sep 2012

Fuente: LA PATRIA

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Cautelosamente la señora entreabre la puerta del estudio, tienes visita Raymundo. El hombre, sin dejar de teclear, que pase, que pase.

El periodista pregunta. Raymundo, se pasa lentamente una mano por la calva, mira hacia el techo, y como si de allí descolgara las palabras, responde, apretándose contra el respaldo de la silla lo mismo que si fuera un trono. Un momento, alza el dedo índice, y hace detener la grabadora. Se levanta y con las manos cruzadas atrás pasea como un mariscal, casi monologando. No, no, no, eso no va a grabar. No va a entenderlo la gente. No es lo mismo que en la embajada. Son cuestiones para las que no está aún preparada la masa.

En la librería, no soltabas el cigarro mientras vendías un disco o un libro; ni siquiera cuando contabas dinero hablando con alguien. Esa ridícula autosuficiencia te impide ver un desafío en la hoja blanca. Estás tan convencido de escribir bien, que es muy difícil que realmente lo hagas así, porque has anulado tu sentido autocrítico. Has escuchado cómo para otros escribir es casi un ritual, que no pueden hacerla desaprensivamente. Te vanaglorias de haber contenido la carcajada, de haber nada más sonreído ante semejante tontería.

Luego de tomar una taza de café con el periodista, y hablándole como desde un pedestal, el escritor lo despides palmeándole el hombro.

Sentado frente a la máquina de escribir, se lo ve algo vencido.

Se pasa la mano por la barbilla como si quisiera ordeñar ideas. Mira los libros de su biblioteca tan uniformemente empastados, que parecen conformar otro muro contra su ambición de fama y gloria. Apoya las manos en, el viejo escritorio como si quisiera apoyarse en el mundo. Va a colocar otro disco. Tango. Aumenta el volumen. Comienza a bailar solo, tarareando. Golpean la puerta. Corre hacia su escritorio. Sí... Está demasiado fuerte la música, Raymundo. Concesiones, concesiones, murmura bajando el volumen. Y recuerda cómo escribía en el comedor, antes de tener su gabinete.

No quería ni que una mosca volara. Vigilaba subrepticiamente con el matamoscas junto a él. Sus hijas reían viéndolo perseguirlas, desesperado, por la habitación. Si no era un carraspeo, el entrecejo fruncido lograba que su mujer se llevara a las niñas, murmurándoles reproches, fingidos, mayormente. Casi todos caminaban alrededor suyo de puntillas. Casi todos hablaban o se entendían por señas y guiños. Él carraspeaba como un monarca, sonriendo íntimamente.

En el ómnibus, Raymundo llevaba cuidadosamente apretado contra el pecho, algo mal envuelto en periódicos. En determinado momento hizo zafar y caer el paquete al piso. La gente se apartó ante el desbarajuste. Tuvo que apartarse más aún, al ver que era una calavera desparramando la sonrisa. La recogió, mirando huidizamente a los pasajeros, con mucho cuidado, como si levantara a su misma abuela. Alguien dijo, es un loco. Otro, no, es ese escritor al que le gusta llamar la atención con sus extravagancias...

Te gustan las mujeres de pechos grandes; tanto, que algún amigo dijo que era a causa de haber sido destetado prematuramente, que tenías nostalgia de lo perdido. Lo que no pueden averiguar es por qué te gustan las mujeres grandes, las mujeres que te hacen pensar que... te encuentras sobre un bote en medio del mar.

Nuevamente colocas esa música vivaz que te arrebata la máscara de seriedad. Tan endurecida a veces, como en la conferencia o cuento que hiciste sobre la elaboración de tus libros. Un pretexto más para hablar vanidosamente sobre tu vida. Cuánto te regodeaste al relatar cómo la prensa de Filipinas te llamó descendiente de los incas. Fruncías la boca melindrosamente al decirlo, con el dejo que trajiste de la Argentina: Qué esperanza, no podía desmentir a esa gente.

¿Qué significa para usted escribir? Y bueno, e como estar con una mujer ¿no? Su madre, por ejemplo... Noo, che. Pará, pará. E otra cosa. ¿Usted cree que lo que escribe está bien escrito? Y bueno, mis obras tienen demanda. Tengo una carta felicitación del Papa y una tarjeta del mejor jugador de fútbol del Perú... ¿Es importante o no para el escritor tener una cosmovisión? Claro, quienes entendemos la mayestática vindicación de lo escatológico, debemos poseer un parámetro imperecedero. ¿Con qué se come eso? ¿Cómo dice?

El hombre recuerda el regalo que le hicieron anónimamente cuando dirigió una revista en Cochabamba. Una pequeña tijera de yeso. ¿Era tanto realmente lo que citaba? ¿Usaba tanto la tijera? ¿Carecía en verdad de ideas? Envidiosos. Envidiosos porque había publicado varios libros y especialmente por la extensa biografía novelada. Más de veinte años meditándolas, declaró a la televisión, más de veinte años conviviendo con Audifaz, finalizó guiñando coquetamente. ¿Por qué no declaraste que esa idea se la debes a un poeta? Un librero que además escriba, ya no es un simple librero, accede a otra categoría, te dijo. Inclusive, por tus conocimientos musicales te aconsejó escribir la biografía novelada de un músico ficticio, dándote hasta el título: AUDIFAZ PUEYRREDÓN, EN CLAVE DE FA.

Con ese libro, lo expresaste con mucho orgullo, rectificabas tu condición de escritor; aunque tu hija mayor sonría escéptica. No puedes olvidar la noche que riñeron y te dijo: Tu actitud de escritor me conmueve, vas a disculpar, porque hasta ahora no encuentro páginas que me convenzan. Escribes de manera tan común, que cualquier hijo de vecino podría hacerlo en igual forma. No tienes estilo. Le diste un sopapo.

Primeramente sostenías que los latinoamericanos son superiores a los europeos. Después, cuando los que llamabas blancoides (básicamente por tu color moreno más que por una idea), te dieron una embajada, llegaste a escribir que se hacía necesaria una disminución de nativos, sin aclarar si por control de la natalidad o combustión espontánea; añadiendo una larga exposición sobre la importancia de fomentar la inmigración. Mejor si de alemanes, recalcaste.

Quizá nunca debieron otorgarte ese pequeño premio. Te aturdió tanto como una mala noche. No estabas preparado contra la vanidad. Ningún logro tuyo fue capaz de superarla. Aunque no dejabas de escudarte en la autosuficiencia: son brutitos, mediocres, calificaste a los actores que interpretaron esa obra pésima y ridículamente dramática que escribiste. Y cómo te explayaste en el entierro del amigo periodista. Tu grandilocuencia y adjetivos, querían ser rayos y truenos. Te has inclinado demasiado hacia las palabras como para no amar suficientemente, te dijeron. Tu respuesta fue levantar los hombros.

El escritor comenta que ha escuchado la voz de un amigo muerto, llamándolo: Raymundo… Ven a la gloria. Ven. Te estamos esperando. Cuenta además que no era la primera vez, porque cuando era catedrático, los fantasmas de sus alumnos continuaban pidiéndole consejo sobre sus lecturas. Agrega que no puede caminar sin un libro bajo el brazo... un intelectual que camina sin libros sería como un pope (sacerdote ruso, aclara) desnudo. Aunque parezca pedantería, termina, tenemos que caminar con libros bajo el brazo, al alcance de la mano y el pensamiento

Qué mal recibió alguna crítica la novela sobre Audifaz Pueyrredón. Pero qué astucia de Raymundo, decir que sólo era un chiste, como casi todo en la vida. ¿Veinte años para hilvanar un chiste ilegible?, murmuró alguien.

Me olvidé las llaves, dices a quienes te acompañan esta noche. Ninguno sabe qué hacer. Y nunca falta el atleta: Yo trepo. Tú (tocando las llaves en el bolsillo), bueno, si no hay más remedio... Cómo disfrutabas esa simulación. No había luz en el zaguán. Paredes musgosas. Con qué sinuoso placer sospechabas el estremecimiento de quienes iban tocando por desconfiados las paredes: Luego en tu gabinete: Qué efecto el de tus fetos en frasco y tus búhos disecados. Después, decir a tus visitantes, lee a; eso que escribes no; la ironía no sirve; tienes que pensar de esta manera. Ya resultaba tan fácil conducirlos...

En tu afán por hacerte escritor, no significaba más que ridiculez y exageración aquello de que la verdadera escritura es como una plegaria. Jamás te ha preocupado buscar tu propio mundo, para lograr unas páginas bien tuyas, quizá hasta perdurables. Preferías publicar la mayor cantidad de libros, como si la validez de un escritor estuviera en la cantidad. Atacaste todos los géneros literarios. ¿Esa confianza tuya para escribir no se parece a lo que haces cuando vas al inodoro? ¿La literatura como trampolín hacia la fama? Como si no supieras que toda vida es hierba, y toda gloria flor del campo.

Ni siquiera has sido capaz de vivir un amor tumultuoso o clandestino; tampoco te has atrevido a embriagarte hasta casi enloquecer o perder la noción de lo que hacías. La sensatez te ha mantenido mediocre... Aunque todavía intuyes que una escritura válida sólo puede alimentarse de ser más que de hacer. Una mal entendida prudencia ha cohibido inclusive la aventura del pensamiento y la imaginación en tus escritos.

Algo avanzada la noche, tu escritura se detiene. Te frotas los ojos con los dedos. Hay una pestaña en tu dedo anular. Quieres soplarla hasta el techo, pensando que la soplas hacia las estrellas. Cae la pestaña sobre el pecho de tu camisa, justamente sobre el corazón. Crees que es un puñal. Quieres recogerla mojando el dedo en la lengua. Tu respiración la avienta. Buscas en el piso buscas. Te vence la impaciencia. Vuelves a sentarte. Pasándote la mano por la calva, levantas las cejas. Sabes que no tienes ningún derecho para menospreciar lo mediocre quien tampoco lo ha superado. Siempre supiste de tu mediocridad; que no has escrito nada importante o memorable, pero nunca has sido capaz de reconocerlo. Vuelves a colocar la música donde puedas encontrarte un poco escuchándola. Comienzas a bailar mentalmente. Cantas. Te sientes diferente... Como si tuvieras todo lo que no has podido escribir.

Esperando el microbús, ve a la gente quizá tan vacía como él.

Es consciente que se ha equivocado en lo que ha decidido como vocación, que nunca fue capaz de ir más allá de sí mismo, menos de entender a los otros en su misma piel. Como buen fracasado, se da cuenta que engañarse a sí mismo es más fácil que engañar a los demás, y que todo fracasado quiere hacer fracasar a los otros.

Opta por ir caminando. Tose entrecortadamente sobre el puño. Siente como si estuviera sobre las nubes. Camina sin encontrarse con el mundo. Llueve, llueve. Se apresura.

Llega a casa. No necesita abrir la puerta. Duermen todos. Pasa silenciosamente en la oscuridad los pasillos hasta llegar a su gabinete. No encuentra más que la tímida sombra de nada que hace él mismo, ya incapaz de estar en su cuerpo.

Jaime Nisttahuz Parrilla.

La Paz, 1942. Poeta, narrador y periodista.

Fuente: LA PATRIA
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