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Domingo 02 de septiembre de 2012

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Cultural El Duende

Eduardo Chirinos

02 sep 2012

Fuente: LA PATRIA

Eduardo Chirinos. Lima-Perú, 1960. Ha publicado los libros de poesía: Cuadernos de Horacio Morell, (1981); Crónicas de un ocioso (1983); Archivo de huellas digitales, (1985); Rituales del conocimiento y del sueño (1987); El libro de los encuentros, (1988); Recuerda, cuerpo... (1991); El equilibrista de Bayard Street (1998); Naufragio de los días –antología poética 1978-1998–, (Sevilla, 1999); Abecedario del agua, (2000); Breve historia de la música, Premio casa de América de Poesía, Madrid, 2001; Escrito en Missoula (2003) y Derrota del otoño, Antología personal, Guadalajara, 2003.

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La lluvia

Vengo de una ciudad donde jamás llueve,

donde el cielo es (como dicen) color-panza-de-burro

y el mar una invisible telaraña

que enreda y confunde el horizonte.

Esta tarde llueve en New Brunswick

y me he asomado a la ventana

para contemplar otras lluvias.

Aquella en Madrid, por ejemplo,

donde el agua nos llegó hasta las rodillas

y seguimos caminando plaf plaf como si nada,

o aquella que nos sorprendió en Tumbes

con sus balsas y caimanes

navegando un bosque de palmeras.

¿Qué decir del chaparrón

que echó a perder la sepultura de Dante?

Pero esa es una lluvia literaria.

Como decir que duró cuarenta días

o que llora suavemente en mi corazón,

que no es verdad.

Es otra la lluvia que recuerdo.

Fue hace muchos años,

el agua salpicaba la tierra

y formaba un barro azul y misterioso.

Era el silencio que me enseñaba sus metáforas,

su laborioso lenguaje

deshaciéndose una vez más sobre las piedras.

El color de los atardeceres

Atardecer naranja

con sus nubes raídas

y su sol que alumbra todas las palabras.

Una gasolinera exhibe un dinosaurio

(aquí hubo dinosaurios)

y una pradera inacabable.

¿Dónde aprendí todo eso?

Descartemos las nubes, son siempre

las mismas. Descartemos el sol,

presa fácil de todas las metáforas.

Nos queda la naranja.

Algunos dicen que vino de la India

donde era alimento de los dioses.

Otros, que vino de Persia o de Arabia

igual que el nombre y su color.

Virgilio la llamó “aurea mala”

y la dejó caer en una égloga.

Colón la tuvo entre sus dedos. Por ella

descubrió que el mundo era redondo

y que viajando hacia el Poniente

llegaría (como el sol) hacia el Levante.

Ahora estamos solos. Yo y la naranja.

Cuesta siglos decir atardecer naranja.

Moon of the falling leaves

Luna de las hojas que caen. O mejor,

luna entre las hojas muertas.

¿Con qué imagen puedo nombrar el otoño?

La luna cubre para siempre las hojas,

las baña con un frío resplandor. Y si caen

no es para morir, sino para brillar mejor.

Todo en la caída brilla mejor. Tu silencio

brilla conmigo esta noche y yo

no quiero hablar del otoño

ni de las hojas que caen, ni de la luna.

Me digo para consolarme

que toda muerte es regeneración, que la tierra

se tragará las hojas, que las volverá árboles

o pájaros, tal vez nubes o arroyos.

Pero la luna es insistente y brilla

y dice que volverá a mirarme,

como siempre, entre las hojas muertas.

El milenio está a punto de acabarse

Pero las estaciones todavía se cumplen, la tierra continúa girando y los peces abren y cierran sus bocas como hace siglos. En algún lugar de la India los tigres machos luchan entre sí por el amor de las tigres hembras y en un bosque cercano los conejos devoran las mismas plantas y raíces que alimentan la tierra. Debería hablar de la contaminación y del petróleo, debería hablar de plagas innombrables, del hambre que devasta poblaciones, de niños mutilados por nubes radiactivas. Pero estoy aquí, escribiendo este poema, midiendo sus palabras, eligiéndolas con amor y con cuidado, con cólera y con resentimiento. Entonces me miro en el espejo y sólo veo tinieblas, un vacío culpable en la página en blanco.

Escribo esto porque me siento solo. Porque las palabras me han abandonado. Porque ella no estará más.

Fuente: LA PATRIA
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