En torno a las 17:00 de ayer martes explotó una bomba noticiosa en La Paz: dos toneladas “de uranio” fueron decomisadas en la elegante avenida Arce mientras eran trasportadas por un camión.
El decomiso estuvo acompañado de dos hechos curiosos: las autoridades del Ministerio de Gobierno haciendo declaraciones de la peligrosidad del cargamento, en proximidad del propio camión, lo que objetivamente restaba credibilidad a sus declaraciones o, alternativamente, mostraba una valiente actitud suicida de esos funcionarios.
El otro aspecto curioso fue el presunto valor económico del decomiso (50 millones de dólares) antes de conocer el contenido del cargamento. No quiero hacer ilaciones en torno a la metodología de cálculo de la Policía, para no terminar delante de un fiscal o un juez de sala penal, pero personalmente hubiese preferido medir primero el grado de radioactividad (si lo hubiera) del cargamento con el fin de tranquilizar a la población y sobre todo a los vecinos del Edificio Illimani que habían dormido quien sabe cuántas noches sobre un supuesto colchón radioactivo depositado en su sótano.
En efecto, el solo nombre “uranio” evoca en el imaginario colectivo armas de destrucción masiva, reactores, residuos radioactivos y, sobre todo, muerte segura; lo que explica que la noticia se multiplicara como una reacción en cascada. De inmediato empezaron a circular preguntas en busca de respuestas. La principal: ¿es uranio de Bolivia que iba hacia otro país o uranio de otro país que ingresó a Bolivia?
En el primer caso se mencionaba que Bolivia (oficialmente) no extrae minerales de uranio, menos produce uranio. La pregunta: ¿hacia dónde “irán” esas bolsas de uranio?, tenía lista la respuesta: hacia un amigo reciente de nuestro Gobierno de apellido impronunciable. ¡Sin embargo era el mismo Gobierno quien anunciaba el hallazgo! Algo no cuadraba.
En la segunda hipótesis, admitido que haya países que dejen salir uranio hacia Bolivia y descartado que nuestro país esté en condiciones de hacer algo con dos toneladas de uranio, se mencionó que el destino era Chile o, según otra fuente, China, que se parece sólo en el nombre a nuestro vecino. Y, ¡claro!, Chile tiene un programa nuclear energético incipiente (aunque se sabe que es en base a otro combustible radioactivo, el plutonio). Pero, ¿qué importan los detalles para los muchos seguidores de la ‘gran conspiración’?
A medida que pasaban las horas, la noticia empezó a diluirse. En lugar del temido uranio, apareció el modesto aunque caro tantalio, el cual tiene usos mucho más pacíficos y ordinarios, como componente de capacitores (o condensadores). Además, fuimos afortunadamente anoticiados de que los niveles de radioactividad eran “muy bajos” (¿cuán bajos?, ¿tal vez cero?)
A este punto mi sugerencia es que mejor hubiese sido medir primero y hablar después. Así se despejarían todas las dudas sembradas, inclusive aquella de si es más radioactivo el mineral decomisado o el culebrón que apresurada y confusamente contó el Ministerio de Gobierno.
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