Sobre el fascismo, fenómeno social, y principalmente político, que estremeció a la Humanidad en el periodo comprendido entre las dos grandes guerras mundiales, se ha escrito y debatido mucho, sin agotar el tema esencial. Hoy en día, algunos analistas políticos pretenden asumir que con las muertes de Mussolini, ahorcado por guerrilleros italianos, y Hitler, quien se suicidó ante el fin de su locura racista, en sus versiones original y más perversa, ya habría periclitado. ¡Nada más falso! Así como el absolutismo, que supuestamente falleció hace casi dos siglos, aún pervive aunque reciclado, lo mismo pasa con el régimen nacido en Italia y perfeccionado al extremo en su perfidia en Alemania.
Si se espera encontrar un fascismo, ahora, similar al que azotó a los seres humanos en el siglo XX, se estaría cometiendo un grave error de percepción y análisis crítico. La historia se puede repetir casi siempre por la naturaleza humana, pero no en sus formas y postulados originales, a lo sumo reflejarlos arbitraria o científicamente. Si nos remitimos a la Real Academia de la Lengua (Española), fascismo es “un movimiento político y social de carácter totalitario que se produjo en Italia, por iniciativa de Benito Mussolini, después de la Primera Guerra Mundial”. Un concepto amplio y pasible de ser extendido a otras realidades. Para Jorge Dimitrov, el padre del socialismo búlgaro (Bulgaria es un estado europeo con acceso al Mar Negro) el fascismo era “la dictadura de la burguesía más retrógrada”, categoría que responde al contexto en el que él vivió, no necesariamente extensible a lo que pasó después.
Ahora ¿es posible que el fascismo subsista en plena etapa de globalización en el siglo XXI? Los hechos parecen confirmar esta situación. Es necesario partir de lo que caracteriza a esta forma de poder y vida, a este régimen autoritario. El fascismo alcanzó una gran popularidad no precisamente por el uso de la fuerza bruta, que la utilizó sí es evidente, pero en periodos y circunstancias concretas y con el apoyo deleznable de grandes sectores de masas para aplastar a judíos y comunistas. Así pasó especialmente en Europa de 1933 a 1945. Sin embargo, éste fue un elemento específico de su variante nazi. Mussolini no llegó a semejantes extremos, simplemente liquidaba a sus enemigos ipso facto, de una forma clásica, típicamente autoritaria, y aquí se debe mencionar una gran verdad: no todo régimen autoritario (como los de Banzer y García Meza en Bolivia) es fascista y no todo fascismo es necesariamente totalitario en su forma acabada, aunque tiende a él.
Y ¿por qué tiene que subsistir el fascismo hoy en día? Porque pervive en la psiquis de las personas como la maldad organizada al extremo, no necesariamente de manera consciente. Simplemente puede aparecer en determinados procesos carentes de lectura crítica o poco difundidos al resto de la población, y está muy ligado al populismo tan común en Latinoamérica, cuya característica principal es el “mesianismo”. Aunque no se quiera creer, un importante elemento suyo es la brutalidad fatal, que en ciertas circunstancias es extremadamente salvaje. Lo es, pero casi nunca, su violencia es más sutil, lo que implica principal y definitoriamente la seducción de las masas, específicamente de las corporaciones o sindicatos.
Así, decir que Evo Morales Ayma y su vicepresidente son fascistas no significa igualarlos linealmente a Mussolini, un ignorante con poder, sino simplemente ubicarlos en un contexto diferente, pero a su vez bastante parecido. El actual presidente de Bolivia, ayer República y hoy Estado, ha logrado enamorar a amplios sectores denominados eufemísticamente “movimientos sociales” (una troika reaccionaria constituida por los cocaleros, los cooperativistas y las “bartolinas”), llevándolos, vía prebendas, a su “granero totalitario fascista”. Y su forma moderna de poder total se debe denominar como “etnofascismo”, no por su contenido, sino por sus derivaciones. Y este tema merecerá un posterior análisis complementario.
(*) Politólogo
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