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Domingo 19 de agosto de 2012

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Cultural El Duende

Lengua de diamante

19 ago 2012

Fuente: LA PATRIA

Juana de Ibarbourou (Juana Fernández Morales) conocida mejor como Juana de América, (Uruguay, 1892 - 1979) tuvo una prolífica producción literaria. A continuación una muestra de su prosa poética

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El cántaro fresco

Han traído para el almuerzo un ventrudo recipiente de barro lleno de agua recién sacada del pozo. Y es ésta tan fría que, rezumando por todos los poros del cántaro, ha cubierto la rojiza superficie de un fresco manto húmedo. A trechos, el vapor acuoso es más espeso y forma gotas gruesas que caen sobre el mantel blanco. En el comedor reina una penumbra dulce. Por una rendija del postigo entra, tendiéndose de la parte superior de la ventana hasta el piso del centro de la habitación, como una tirante cinta amarilla, un rayo de sol que, en el suelo se concentra simulando un ovillo de hilo dorado. A veces, al mover un ligero soplo de brisa la cortina, el redondel de sol se mueve también, y Titanio, el pequeño terranova que hace rato lo observa, salta sobre él. Y ladra al ver que lo que él quizás supone un extraño insecto, se trepa como una mariposa burlona a su pata peluda. De la cocina llega ruido de loza: del patio un chirriar confuso de cigarras. En espera del almuerzo empieza a invadirme la modorra de este cálido mediodía de diciembre. Mi hijo con esa sana hambruna de los seis años, pellizca un trozo de pan, sentado ya en su sillita, junto a la mesa, esperando la llegada del padre. Mis agujas de tejer, la labor, el ovillo, han resbalado poco a poco de mi falda a la estera. Yo apoyo mi mejilla en la fresa superficie húmeda del cántaro. Y esta fácil y sencilla felicidad me basta para llenar la hora presente.

Caín

Conmigo nacieron la avaricia, la envidia, el odio y el crimen. No supe comprender el don divino y paternal de la vida en una naturaleza florecida y piadosa en la que todo se daba generosamente, como una comprensión del paraíso perdido, tan próximo todavía que más de una vez encontré sus violetas maravillosas en los ojos de mi madre. Porque mi alma, libre, se entregó a las pasiones que inspira el espíritu réprobo; porque mi ofrenda al Omnipotente no era límpida y franca; porque amaba con ceguera los frutos de mi campo, el Señor se sintió airado y me mostró su enojo. Descargué sobre Abel la cólera secreta e impotente que me roía en silencio. Abel era esbelto y dulce, con el corazón puro. Sus párpados abrochados para siempre, su boca sin aliento, su tez descolorida, su pulso en definitivo reposo, me hacían tanta falta como el aire y la luz. No podía dormir de ansia, imaginándomelo así. Cuando lo contemplé en esa forma fui dichoso como quizás nadie lo sea más en la vida. ¡Minuto deslumbrador, embriaguez para la que no se podría encontrar un nombre, plenitud del goce del odio! La fuga, el espanto, el grito de Dios horadando mi sueño, el ojo del muerto persiguiéndome en luz y tinieblas, fueron el sufrimiento destilado gota a gota, cauce de hilada corriente interminable en el que tenía que beber todas las horas y que al fin se me hizo familiar. Aquello otro fue el júbilo llevándome como un torrente que arrastra un tallo menudo o como un huracán que toma la pelusilla de un cardo y la hace girar enloquecidamente. Atormentado y maldecido me multipliqué, sin embargo, igual que la cizaña. Y por el mundo anda crecida mi raza, la que besa al entregar el amigo al enemigo, la que asalta al hermano con saña de pantera, la que, empeorándose con los siglos, ya no siente como un terrible castigo el anatema de Jehová ni se turba porque un ojo que lo acusa se le enfrente todas las noches en el sueño. Desde el círculo de helada sombra donde giro expiando mi eterno delito, mis manos retorcidas arrancan constantemente, con la desesperación del que sabe que espera lo imposible, puñados ardientes de mis propios cabellos erizados. Porque más negra aún que el horror de haber matado a mi hermano, es esa semilla mía de traición y de odio que ha cundido sobre la tierra cual una zarza maldita, reeditando minuto a minuto mi culpa irredimible.

La mariposa

Una mariposita pequeña y amarilla ha venido a revolotear en torno de la luz. ¡Qué giros locos, qué círculos precipitados y continuos!

–¿De dónde vienes, pequeñita? ¿Has estado acaso en aquel bosque rumoroso que yo recorría encantada y sin miedo cuando era niña? Bebiste tal vez una minúscula gota de agua en aquella laguna toda bordeada de juncos y de mimbres, que hay cerca del bosque de que te hablo? Has dormido alguna noche en una matita de verbena? ¿Conoces muchos caminos? ¿Has visto algún trigal? ¿Has curioseado en muchos ramajes? ¿Ese polvo amarillo que te cubre, es polen de achiras, de achiras silvestres? ¡Oh pequeñita, yo juraría que tienes olor a campo en las alas.

Los grillos

Mi hijo ha cazado un grillo y viene a traérmelo porque alguien le ha dicho que, guardándolo bajo una copa de cristal, recibiremos una alegría. ¿Una alegría? Entonces, pequeño mago chillón y negro, llévame con mi niño a aquel sendero que yo cruzaba todas las tardecitas cuando volvía de la escuela a mi casa. Muchos grillos cantaban entre los pastos del ribazo y yo hacía el camino abstraída y encantada, con una inconsciente y honda poesía en el corazón. Siempre he amado a los grillos y siempre, desde entonces, cuando en las noches de enero los oigo cantar, siento una tristeza, una tristeza…

Los parrales

¡Qué bonita es, en verano, la sombra de los parrales! Tiene una tonalidad verdosa, como de agua, que hace pensar en el regazo de un río. Y es tan compacta que sólo a ratos, cuando un soplo de viento separa un poco las hojas, deja caer al suelo, como perdida, una temblorosa moneda de sol. ¡Cómo me gustaba a mí pasar las siestas tendida en una mecedora, bajo el viejo parral de mi casa paterna!

Entonces aun no hacía versos, pero ya la poesía aleteaba, como una mariposa inquieta, dentro de mi corazón. Y despierta, con los ojos semicerrados soñaba las cosas más absurdas y más dulces. ¡Ay! Aunque ahora vuelva a tener una casa con un patio techado por un parral muy grande, ya no volveré a soñar como entonces.

Tubalcain

La fragua me templó las fuerzas y la piel haciéndome duro y moreno como una columna férrea. Soy el padre de las herrerías, el que creó el himno de los metales hiriéndolos con su martillo pesado cual una maza. En mi tienda y las tiendas de mis hijos, la alegría del fuego nacía con el alba y se dormía con el sol. Yo forjé mi escudilla y mi espada, mi altar y mi hacha. Conozco los matices del cobre como si fueran los de la mejilla de una mujer joven y amada. Sé todos los secretos de la plata y el bronce –fría agua, dorada luz– y con el acero sería capaz de hacer desde un carro de guerra hasta el blando rizo de un niño. Jehová me dio la artesanía como a otros les da la profecía o el cantar. Mi ángel no es dulce ni rubio. Se sienta en el yunque, lo ha tostado la llama y entona las alabanzas de Dios entre las chispas que saltan del metal enrojecido y golpeado. Yo le doy gracias al Creador porque me hizo hercúleo, activo y hábil, maestro de los que trabajan el hierro y lo tornan ligero como un encaje. Yo le doy gracias al Señor que no me modeló suave ni contemplativo, sino que me hizo como un gigante dominador de los útiles materiales sonoros que han hecho alianza con el hombre.

Fuente: LA PATRIA
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