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Domingo 19 de agosto de 2012

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Cultural El Duende

El mundo alucinante de Pablo Palacio

19 ago 2012

Fuente: LA PATRIA

El sociólogo ecuatoriano Agustín Cueva (1937) aborda desde “Lecturas y rupturas” el controvertido estilo de Pablo Palacio (Ecuador, 1906 – 1947), uno de los fundadores de la Vanguardia en América Latina

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En enero de 1927, un joven provinciano de apenas 21 años, sorprendía a los medios literarios de su país, el Ecuador, con la publicación de un conjunto de relatos titulados Un hombre muerto a puntapiés. Libro poblado de pesadillas y de monstruos, no se lo podía tomar, sin embargo, como un simple muestrario de seres y situaciones excepcionales. Por entre los vericuetos de la anécdota a veces estrambótica, se deslizaba una especie de punzante escalofrío, de terror glacial ante algo que se erguía como una frontera cercana y amenazante de lo humano. Podía tratarse, como en el caso del primer relato, de la historia trivial de un homosexual muerto a golpes en las calles de Guayaquil; mas era imposible ignorar que tras ese fait divers se escondía el fantasma de una muerte universal, escandalosa y fascinante. O bien ser la descripción de brujerías convencionales como la de convertir al hombre perro: subsistía, no obstante, el horror a esos perros esmirriados, huesudos, que tienen prendido en una pupila un destello humano y trágico.

Por si esto fuera poco, hasta los objetos inanimados adquirían en este libro una presencia especular e implacable:

Mi instalación fue de las más difíciles. Necesito una cantidad enorme de muebles especiales. Pero de todo lo que tengo, lo que más me impresionan son las sillas, que tienen algo de inerte y de humano, anchas, sin respaldo porque soy respaldo de mí misma, y que deben servir por uno y otro lado. Me impresionan porque yo formo parte del objeto ‘silla’; cuando está vacía, cuando no estoy en ella, nadie que la vea puede formarse una idea perfecta del mueblecito aquel, ancho, alargado, con brazos opuestos, y que parece que le faltara algo. Ese algo soy yo…

Meses más tarde, en octubre de 1927, el mismo Pablo Palacio arrojó de sí otra criatura singular: la novela Débora, por cuyas páginas lacónicas deambulan personajes fantasmales aunque cotidianos, habitantes de una geografía conocida, pero no por ello menos hostil. No se trata esta vez de una jungla teratológica como la de su primer libro, sino más bien de un paisaje desértico e inhumano, sin cabida para la ternura ni para la alegría, ni siquiera para el llanto. La propia infancia se presentaba como una experiencia primaria de deshumanización:

Sobre todo emocionan los niños, arrojados como trapos; dormidos, con la piel sucia al aire. Candidatos, candidatos. Hijo de la habitación trajinada; hija de la agencia humana: tu madre se echará a la calle. Serás ladrón o prostituta. De hambre te roerás tus propias carnes. Algún día te acorralará la rabia y, no teniendo cosa más brutal que hacer, vomitarás sobre el mundo tus desechos. Estará bien que devuelvas el préstamo usurario, deyección de una deyección, que es como el monto en las operaciones de contabilidad. Después dirán: amor, bondad. ¿Qué amor? ¿Qué bondad?

En efecto, el amor se frustra y degrada en cada página de Débora, mientras el futuro no es más que la vaga añoranza de una novela en que hubiese luna de miel o, después una gran tragedia, dulce y pacífico capítulo.

Libro antirromántico, se ha dicho y claro que lo es. Pero en él hay algo más terrible aun que la desmitificación sentimental de la realidad. Es el absurdo de ésta, la abolición de sus relieves y sentidos. Si en Un hombre muerto a puntapiés el lector encontraba todavía un asidero anecdótico, una cierta razón de ser en la continuidad de los acontecimientos, en Débora todo ello desaparece: subsiste una secuencia de instantes absolutos y actos ilegitimables, unidos por la sola lógica del espanto o la desolación.

Hubo que esperar cinco años para que Pablo Palacio, que entretanto había concluido sus estudios superiores y convertido ya en profesional y profesor, publicara una nueva obra. Fue su Vida del ahorcado, que llevaba el desafiante subtítulo de novela subjetiva y plasmaba obsesiones similares a las de sus obras anteriores, aunque con diferentes símbolos.

Subtítulo desafiante, decíamos, porque esta última producción de Palacio aparece en 1932, justo en el momento en que nuestra literatura se enrumba decididamente por el camino, bien conocido en toda América, del realismo social. La controversia no tardó, pues, en desencadenarse. ¿Qué tenían que hacer entre nosotros estas historias de seres recluidos en el claustro asfixiante de su yo? ¿Qué estos personajes apátridas y esperpénticos, en una sociedad de indios, cholos y mulatos de inconfundible identidad? Además, y como, lo subrayara entonces Joaquín Gallegos Lara en un agresivo artículo, Pablo Palacio acababa de disparar contra todos y contra sí mismo. Surgida tanto de la angustia personal como de la desesperación de la vieja sociedad en trance de descomposición, esta Vida del ahorcado parecía, en realidad, alzarse contra todo y contra todos. Proyectil y boomerang a la vez, se la identificó inmediatamente como un acto gratuito de terror.

No se dejó, sin embargo, de reconocer la inteligencia del autor y su gran poder de creación. Tampoco cabía negar que su literatura antiemocional, anti intelectual y no comprometida encerraba un mensaje sobrecogedor. Se terminó por catalogarla como un caso marginal, si es que no clínico, dentro de nuestra cultura. Y en cierta medida lo es. Sólo que I’affaire Palacio se mostraba tanto más desconcertante, cuanto que el autor de esas historias extrañas al país y a la realidad era nada menos que un fervoroso militante del Partido Socialista del Ecuador.

La locura en que pocos años después zozobró Pablo Palacio vino a cerrar este capítulo de la polémica. Los ánimos se serenaron, la tranquilidad volvió a los círculos literarios, ahora que todo quedaba explicado.

La obra de Palacio fue, por eso mismo, condenada al olvido. Sólo a comienzos de la década del 60, con el advenimiento de una nueva generación y una nueva sensibilidad, se pensó en reeditarla. Fue Jorge Enrique Adoum quien impulsó la publicación de las Obras completas, que aparecieron finalmente en 1964, editadas por la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Pero el hecho tuvo, por razones que no es del caso analizar aquí, escasa resonancia.

Ello no obstante, un número cada vez más importante de lectores, sobre todo jóvenes, han comenzado a redescubrir la profundidad y modernidad increíbles del olvidado autor ecuatoriano. Intentan seriamente una revaluación y merecido rescate de esta obra, a veces hermética, siempre taciturna y alucinada, en la que una lectura atenta encuentra presentes muchas de las obsesiones y angustias contemporáneas.

Fuente: LA PATRIA
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