El concepto “semillas del Verbo”, acuñado en el siglo II por San Justino Mártir, reactualizado por el Concilio Vaticano II, se ha popularizado ampliamente en el vocabulario teológico y pastoral católico del contexto misionológico, la religiosidad popular, la “pastoral indígena”, y especialmente en las denominadas “teología india” y “teología negra”, y, empleado tan frecuentemente que ha llegado a carecer de un significado específico, o cuyo significado original ha sido desvirtuado, como dice el P. José María Iraburu: “en forma de inculturación exacerbada, de nacionalismos religiosos o de indigenismos desviados, han venido a lesionar la unidad y armonía de la Verdad católica”.
Es que para muchos, también sacerdotes y hasta obispos, ya no es que “las ‘semillas del Verbo’, presentes en las culturas autóctonas, facilitaron a nuestros hermanos indígenas encontrar en el Evangelio las respuestas vitales a sus aspiraciones más hondas” a “Cristo el Salvador que anhelaban silenciosamente” (cf. Benedicto XVI, Discurso Inaugural de la V Conferencia, Aparecida, n.1), sino que estos “son los verdaderos evangelizadores del mundo. Nosotros los misioneros no vamos a ellos como quien lleva una doctrina o una evangelización que Cristo nos trajo y nos confió. Nosotros vamos a los indios sabiendo que Cristo ya nos antecedió en medio de ellos y que allí están las ‘semillas del Verbo’. Tenemos la convicción de que los indios ya viven las bienaventuranzas. Y que, por eso, nosotros somos los que nos tenemos que convertir a sus culturas” (Obispo Tomás Balduino, Obispo de Goiás, Brasil). “El Evangelio llegó a nuestras tierras en medio de un dramático y desigual encuentro de pueblos y culturas” (Doc. de Aparecida). “Los españoles no encontraron las ‘semillas de la Palabra’, porque éstas ya se habían convertido en árboles”.
La doctrina Católica sabe que “las semillas del Verbo”, “las semillas de la verdad”, presentes y operantes en todos los pueblos, son como destellos de la luz de Cristo, que “ilumina a todo hombre”, pero este concepto, en los últimos años ha servido para fundamentar un ecumenismo mal entendido y una desproporcionada interreligiosidad, propiciando un abierto sincretismo.
“El indigenismo, el nacionalismo religioso, el pluralismo de religiones, son tendencias relacionadas entre sí, que se han ido acentuando en la Iglesia Católica en los últimos decenios. Los aspectos más negativos de la Teología de la liberación se conectan también con esas tendencias. Suele haber en el trasfondo de ellas una exaltación de las religiones naturales y autóctonas precristianas, que devalúa gravemente a Cristo y a la Iglesia, como ‘sacramento universal de salvación’. En ocasiones, la unión sincretista de esas religiosidades naturales –hindúes, budistas, aztecas, incaicas, etc.– con el Evangelio conduce a una falsificación profunda de la fe católica” (P. José María Iraburu, Guadalupe y el indigenismo teológico desviado).
Durante el Gran Jubileo del Año 2000, con la firma del entonces prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal Joseph Ratzinger, y la aprobación pontificia de Juan Pablo Magno, se hizo público el 5 de septiembre el documento eclesial “Dominus Iesus”, sobre la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, a manera de Declaración (consecuentemente, no contiene nuevas doctrinas, sino que reafirma la doctrina de fe enseñada precedentemente por la Iglesia e indica cómo ha de ser entendida), que puso sobre la mesa precisamente dos temas que provocaron sendas reacciones de sectores extremos: 1) (citando la Declaración conciliar Nostra aetate), que la Iglesia Católica no rechaza nada de lo que en las otras religiones hay de bueno y verdadero, con sincero respeto por los diferentes modos de obrar y de vivir [n. 2]; y, 2) que en el diálogo ecuménico surgen cuestiones nuevas, que necesitan un cuidadoso discernimiento, la Declaración quiere señalar algunos problemas fundamentales y confutar determinadas posiciones erróneas o ambiguas [n. 3].
Ergo, la Dominus Iesus reafirma el deber y el derecho de la Iglesia de proclamar el Evangelio a todos los hombres y en todos los tiempos, y, pone en guardia respecto del peligro de teorías e ideologías de carácter relativista que justifican el pluralismo religioso, que “en el debate contemporáneo sobre la relación entre el cristianismo y las demás religiones se abre paso cada vez más, la idea de que todas las religiones son caminos igualmente válidos para la salvación de sus seguidores” (cardenal Ratzinger), “el Señor Jesús, único Salvador, no estableció una simple comunidad de discípulos, sino que constituyó a la Iglesia como misterio salvífico… Cristo y la Iglesia no se pueden confundir pero tampoco separar, y constituyen un único ‘Cristo total’” (Dominus Iesus, n. 16).
La Declaración conciliar sobre la libertad religiosa, ya lo había subrayado: “En primer término el sagrado Concilio profesa que Dios mismo manifestó al género humano el camino por el cual los hombres, sirviéndole a Él, pueden salvarse y llegar a ser bienaventurados en Cristo. Creemos que esta única religión verdadera subsiste en la Iglesia Católica y Apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la obligación de difundirla a todos los hombres”.
Si se han de respetar las “semillas del Verbo” en las religiones paganas, ¿cuánto más no será de respetar no ya las semillas sino la presencia misma del Verbo?
(*) Director Nacional Pioneros de Abstinencia Total
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