Loading...
Invitado


Domingo 22 de julio de 2012

Portada Principal
Cultural El Duende

Austerlitz

22 jul 2012

Fuente: LA PATRIA

En la segunda mitad de los años sesenta, en parte por razones de estudio, en parte por otras razones para mí mismo no totalmente claras, viajé repetidamente de Inglaterra a Bélgica, a veces para pasar sólo un día o dos y a veces para varias semanas. En una de esas excursiones belgas que, según me parecía, me llevaban siempre muy lejos en el extranjero, llegué, un radiante día de verano, a la ciudad de Amberes, que hasta entonces conocía únicamente de nombre. Nada más llegar, mientras el tren entraba lentamente en la oscura nave de la estación por el viaducto de curiosas torrecillas puntiagudas a ambos lados, comencé a sentirme mal, y esa sensación de estar indispuesto no desapareció en todo el tiempo que estuve aquella vez en Bélgica. Recuerdo aún mis pasos inseguros al recorrer todo el centro de la ciudad por la Jeruzalemstraat, la Nachtegaalstraat, la Pelikaannstraat, la Paradijsstraat, la Immerseelstraat y muchas otras calles y callejas, y cómo finalmente, atormentado por el dolor de cabeza y pensamientos desagradables, me refugié en el zoológico, situado en la Astridsplein, al lado mismo de la Centraal Station. Allí, hasta sentirme un poco mejor, estuve sentado en un banco en penumbra, junto a un aviario en donde revoloteaban numerosos pinzones y luganos. Cuando se acercaba ya el mediodía, paseé por el parque y finalmente eché una ojeada aún al Nocturama, inaugurado hacía sólo unos meses. Necesité un buen rato para que mis ojos se acostumbraran a la semioscuridad artificial y pudieran reconocer los distintos animales que, tras los cristales, vivían sus vidas crepusculares, iluminadas por una luna pálida. No recuerdo ya exactamente qué animales vi en aquella ocasión en el Nocturama de Amberes. Probablemente fueron murciélagos y jerbos de Egipto o del desierto de Gobi, erizos, búhos y lechuzas nativos, zarigüeyas australianas, martas, lirones y lémures que saltaban de rama en rama, corrían velozmente de un lado a otro por el suelo de arena amarillo grisáceo o desaparecían de pronto en el bambú. La verdad es que sólo persiste en mi recuerdo el mapache, al que observé largo rato mientras él estaba con rostro serio junto a un riachuelo, lavando una y otra vez el mismo trozo de manzana, como si confiase en poder escapar mediante esos lavados, que iban mucho más allá de toda meticulosidad razonable, a aquel mundo falso al que, en cierto modo sin comerlo ni beberlo, había ido a parar. Por lo demás, de los animales que albergaba el Nocturama sólo recuerdo que varios de ellos tenían unos ojos sorprendentemente grandes y esa mirada fijamente penetrante que se encuentra en algunos pintores y filósofos que, por medio de la contemplación o del pensamiento puros, tratan de penetrar la oscuridad que nos rodea. Además, creo que me rondaba también por la cabeza la pregunta de si, al caer la verdadera noche, cuando el zoo se cerraba al público, encendían para los habitantes del Nocturama la luz eléctrica, a fin de que, al hacerse de día sobre su universo en miniatura invertido, pudieran dormir con cierta tranquilidad... Con el paso de los años, las imágenes del interior del Nocturama se han mezclado con las que he guardado de la llamada Salle des pas perdus de la Centraal Station de Amberes. Si hoy trato de evocar esa sala de espera veo enseguida el Nocturama y, si pienso en el Nocturama, me viene a la mente la sala de espera, probablemente porque aquel día, al salir del zoo, fui directamente a la estación o, para ser exacto, estuve primero un rato en la plaza, delante de la estación, mirando la fachada del fantástico edificio, que por la mañana, al llegar, sólo había percibido vagamente. Ahora, sin embargo, veía cuánto excedía aquel edificio construido con el patrocinio del rey Leopoldo de lo puramente funcional, y me admiraba el muchacho negro totalmente cubierto de cardenillo que, desde hace ya un siglo, se alza solo contra el cielo de Flandes con su dromedario, como monumento al mundo de los animales y los pueblos indígenas, en lo alto de un mirador, a la izquierda de la fachada de la estación. Cuando entré en la gran sala de la Centraal Station, cubierta por una cúpula de más de sesenta metros de altura, mi primer pensamiento, provocado quizá por la visita al zoo y la vista del dromedario, fue que allí, en aquel vestíbulo espléndido aunque entonces bastante venido a menos, hubiera debido haber jaulas para leones y leopardos empotradas en los nichos de mármol y acuarios para tiburones, pulpos y cocodrilos, lo mismo que en algunos zoos, a la inversa, hay trenecitos con los que se puede viajar a los continentes más lejanos. Probablemente por esa clase de ideas, que en Amberes, por decirlo así, surgían por sí solas, esa sala de espera, que hoy, como sé, sirve de cantina al personal, me pareció otro Nocturama, una superposición que, naturalmente, podría deberse también a que, precisamente cuando entré en la sala de espera, el sol se estaba hundiendo tras los tejados de la ciudad. No se había extinguido todavía por completo el resplandor de oro y plata de los gigantescos espejos semioscurecidos del muro que había frente a las ventanas cuando la sala se llenó de un crepúsculo de inframundo, en el que algunos viajeros se sentaban muy distantes, inmóviles y silenciosos. Como los animales del Nocturama, entre los que, llamativamente, había habido muchas razas enanas, diminutos fenecs, liebres saltadoras y hámsters, también aquellos viajeros me parecían de algún modo empequeñecidos, ya fuera por la insólita altura del techo de la sala, ya por la oscuridad que se iba haciendo más densa, y supongo que por eso me rozó el pensamiento, en sí absurdo, de que se trataba de los últimos miembros de un pueblo reducido, expulsado de su país o en extinción, y de que aquéllos, por ser los únicos supervivientes, tenían la misma expresión apesadumbrada de los animales del zoo ...

Una de las personas que esperaban en la Salle des pas perdus era Austerlitz, un hombre que entonces, en 1967, parecía casi joven, con el pelo rubio y extrañamente rizado, como sólo había visto antes en Sigfrido, el héroe alemán de Los Nibelungos de Fritz Lang. Lo mismo que en nuestros últimos encuentros, Austerlitz llevaba pesadas botas de excursionista, una especie de pantalones de faena de algodón descoloridos y una chaqueta de vestir, hecha a medida pero hacía tiempo pasada de moda, y con independencia de esos rasgos exteriores se distinguía también de los restantes viajeros en que era el único que no miraba con indiferencia al vacío sino que se ocupaba en tomar notas y hacer dibujos, evidentemente en relación con aquella sala espléndida, en mi opinión más pensada para alguna ceremonia oficial que para aguardar la siguiente conexión de París o de Ostende, en la que los dos nos sentábamos, porque, cuando no estaba escribiendo algo, su atención se dirigía a menudo largo rato a la hilera de ventanas, las pilastras acanaladas u otras partes o detalles estructurales. Una vez, Austerlitz sacó de su mochila una cámara fotográfica, una vieja Ensign de fuelle, e hizo varias fotos de los espejos, entretanto totalmente oscurecidos, fotos que sin embargo no he podido encontrar hasta ahora entre los varios centenares, en su mayoría sin clasificar, que me confió después de encontrarnos de nuevo en el invierno de 1996. Cuando finalmente abordé a Austerlitz con una pregunta relativa a su evidente interés por la sala de espera, sin sorprenderse en absoluto por mi franqueza, la respondió enseguida sin el menor titubeo, de la misma forma que he podido comprobar desde entonces con frecuencia en quienes viajan solos, que por lo general agradecen que se les hable después de haber pasado a veces días enteros de silencio ininterrumpido. A veces ha resultado incluso, en esas ocasiones, que estaban dispuestos a abrirse sin reservas a un extraño. No ocurrió así en la Salle des pas perdus con Austerlitz, quien tampoco después me dijo apenas nada sobre sus orígenes y su vida. Nuestras conversaciones de Amberes, como a veces las llamó más tarde, giraron ante todo, de acuerdo con sus asombrosos conocimientos especializados, sobre cuestiones de historia de la arquitectura, y también fue así en aquella velada en que estuvimos sentados juntos hasta cerca de la medianoche en la sala de espera, en el restaurante situado al otro lado, exactamente frente a la gran sala abovedada. Los escasos clientes que permanecieron allí hasta hora tardía fueron desapareciendo poco a poco, hasta que estuvimos solos en el bufé, cuya disposición se parecía en todo a la de sala de espera como una imagen refleja, con un solitario bebedor de fernet y la señora del bufé que, con las piernas cruzadas, reinaba en un taburete tras el mostrador y, con entrega y concentración totales, se limaba las uñas. De aquella señora, cuyo cabello rubio oxigenado se amontonaba en nido de pájaro, Austerrlitz dijo de paso que era una diosa de otros tiempos. De hecho, detrás de ella había en la pared, bajo el escudo del león del reino de Bélgica y como pieza principal del bufé, un poderoso reloj, en cuya esfera, en otro tiempo dorada pero ahora ennegrecida por el hollín de los trenes y el humo del tabaco, giraba una aguja de unos seis pies. Durante las pausas que se producían en nuestra conversación, los dos nos dábamos cuenta de lo interminable que era el tiempo hasta que pasaba otro minuto, y qué terrible nos parecía cada vez, aunque lo esperáramos, el movimiento de aquella aguja, semejante a la espada del verdugo, cuando cortaba del futuro la sexagésima parte de una hora con un temblor tan amenazador, al detenerse, que a uno se le paraba casi el corazón...

W.G. Sebald.

Novelista alemán, 1994-2001.

Fuente: LA PATRIA
Para tus amigos: