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Domingo 08 de julio de 2012

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Cultural El Duende

Genealogía líquida

08 jul 2012

Fuente: LA PATRIA

Hace muy poco, una soleada tarde de domingo, revisando viejos libros di con un olvidado poema: Balada para unos ojos que no han visto el mar. Lo leo, me arrimo a lo dicho por León de Greiff, su autor, y pienso en mis abuelos y bisabuelos maternos que no conocieron el mar. Tan otros, los mayores de mi padre que partiendo del Mediterráneo cruzaron un océano hasta recalar en este país de selva y montaña. Mis tatarabuelos fueron españoles, salvo uno, de apellido Retor Gotret, que era francés. Luego, un italiano, Merlin Rossi, mi bisabuelo, llegó desde su natal Génova para afincarse en las pampas benianas.

Mi abuelo materno en cambio, un paceño de infancia obnubilada por el Illimani, tuvo una vida con pocos viajes a la rivera del Titicaca. Fríos días de disciplina marcial y, en medio de todo eso, como un bálsamo, como un regalo a aquella existencia partisana, ella, mi abuela, lo más dulce que vieran sus ojos en ese otro mar, mar de sed que es el chaco boliviano, cuando, siendo militar al mando de una compañía de la retaguardia, alcanzó a divisarla con un cántaro de agua en la cabeza, por las polvorientas calles de Charagua.

Algunas semanas después se casaron y ella montó en un camión del ejército rumbo al altiplano: mar de viento y arena que la recibió perpleja. Tuvo que pasar un buen tiempo antes de que pueda divisar, desde lo alto de una montaña en las cercanías de Achacachi, la mayor extensión de agua que conoció en su vida. El mismo Titicaca de bogas, pejerreyes e ispis que tanto le gustaban a mi abuelo.

Recuerdo la vez que mi madre llena de emoción me contó por el teléfono que acababa de conocer el mar. Como tantos bolivianos, eso ocurría en plena edad adulta, muy lejos de la niñez, ese feliz tiempo propicio para el recojo de conchas y el vaciado de castillos de arena. O de la juventud que acaso vive la iniciadora experiencia de conocer el amor en las veraniegas arenas de las playas desiertas.

Ella, mi madre tenía cuarenta y tantos cuando se dirigía, en plenas vacaciones, a un pequeño e idílico pueblito gallego. En determinado momento, quien conducía el coche, un español de boina y debilidad por los pulpos al ajillo, ese manjar que en Galicia sabe divinamente, le dijo –Miriam, apréstese a ver lo que nunca antes–. Pocos minutos después rebasaron la última colina y el azul infinito del mar cantábrico le regaló un par de gotas saladas a sus ojos de boliviana conmovida.

Uno de los grandes libros de la niñez, La isla del tesoro, despierta, se sabe, una insaciable y precoz sed de aventuras marinas. Quizás desde entonces empecé a desear conocer el mar. Ese regalo me fue dado en el Caribe. Luego vinieron los otros mares, los de papel y los de agua (que moja, jajaja), por así decirlo. De los primeros Lord Jim, de Joseph Conrad y, claro, Moby Dick de Hermann Melville. En cuanto a los segundos, aquí apenas el último episodio memorable: mi madre y yo paseando del brazo por la barceloneta, esa concurrida playa al sur del barrio Gótico de la capital catalana, mientras el sol se ponía apaciblemente sobre el Mediterráneo, donde dicen, empezó todo.

Benjamín Chávez

Fuente: LA PATRIA
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