El orgullo fue el pecado de los ángeles caídos. El pecado del hombre es el olvido. Jesucristo instituyó el sacramento de la Eucaristía para que no olvidáramos su sacrificio.
El Aquinate declaró lo siguiente: “La celebración de la Santa Misa es tan esencial como la muerte de Jesús en la Cruz” y San Pío X: “Si los ángeles pudieran sentir envidia, nos envidiarían por el privilegio de poder recibir la Sagrada Comunión”.
El P. Albert J. M. Shamon ha escrito lo siguiente: “En la Misa, después de la consagración, el sacerdote dice: “Este es el Misterio de nuestra Fe”. Muchas veces le he preguntado a la gente cuál es el significado del misterio de la fe que proclamamos, y generalmente la respuesta ha sido: “Cristo ha muerto, Cristo ha resucitado, Cristo vendrá otra vez”. Pero aquí no hay misterio alguno. Que Cristo haya muerto y haya resucitado son hechos históricos, y que Cristo ha de volver es una promesa. ¿Cuál es entonces este misterio de la fe? Es el misterio de la Presencia –de la presencia real de Cristo en el pan y en el vino consagrados”.
Durante la Edad Media, la Iglesia tuvo que pasar, por la corrupción, las herejías y las divisiones. En ese mar de sombras, el Señor le dio a su Iglesia grandes faros luminosos, entre otros a Santo Tomás de Aquino, el “Defensor de la Eucaristía”. El berengarianismo, esa herejía que negaba la verdadera presencia de Jesús en la Eucaristía se extendía a través de Europa y “cobraba fuerza seguida de un misticismo falso, panteísmo y movimientos de amor libre, que iban siendo aceptados por muchos de los intelectuales al interior de la Iglesia misma y éstos a su vez lo estaban desparramando entre las personas”.
Por ese tiempo, alrededor de 1258, una religiosa belga Juliana de Mont Cornillon, desde joven devota de la Santísima Eucaristía, había tenido visiones en las cuales veía una luna llena con una mancha oscura sobre ella. En medio de su perplejidad, la monja oró para entender su significado. En respuesta a sus oraciones, Jesús le respondió diciéndole: “La mancha negra simboliza la ausencia de una fiesta en honor del Santísimo Sacramento. Quiero que se instituya una fiesta en honor a este sacramento por tres razones: para fortalecer la fe en este divino misterio; para ayudarles a los fieles a vivir virtuosamente; y para reparar con sincera adoración la irreverencia de aquellos que descuidan este sacramento”.
La religiosa cumplió efectivamente tan importante misión. Dedicó el resto de su vida a procurar la institución de una fiesta en la Iglesia en honor del Santísimo Sacramento. Acudió al obispo de Lieja, pidiéndole y convenciéndole de que estableciera tal fiesta eucarística, que vino en llamarse consecuentemente Corpus Christi –“El Cuerpo de Cristo”. En 1264, este mismo obispo fue elegido Papa, tomando el nombre de Urbano IV, y ya en su condición de Vicario de Cristo, extendió la celebración a la Iglesia entera, para que tuviera lugar el jueves siguiente a la fiesta de la Santísima Trinidad.
Hoy, al igual que en tiempos de la herejía berengariana, se niega la verdadera presencia personal de Cristo en el tabernáculo. La fe incluso de muchos sacerdotes en el verdadero carácter de sacrificio de la Santa Misa ha sido estremecida y derrumbada, hoy muchos hablan solamente de “banquete”, “comida” o “fiesta”. Una de las señales de la pérdida de la fe en la Hostia Consagrada es que disminuye el estar arrodillados ante el Sacramento Eucarístico. Los sagrarios ya no se adornan con flores y luces. El culto en la adoración eucarística ya no se realiza con fervor. Muchos comulgan en pecado mortal porque la confesión sacramental ya no se practica. Los sacrilegios y las profanaciones están a la orden del día.
Y aquí debemos recordar a dos personas del siglo IV de nuestra Era: Teodosio el Grande, emperador, y Ambrosio, obispo de Milán. En aquel entonces Milán era residencia imperial. Los tesalonicenses se habían rebelado al emperador y Teodosio el Grande, con gran orgullo por los logros de su reinado: la unidad política y religiosa, reprime la rebelión con la masacre de Tesalónica.
El obispo San Ambrosio, lanza excomunión al emperador por los nefastos y crueles hechos, y, al inicio de la Cuaresma del año 390, cuando Teodosio el Grande se apresta a ingresar en la catedral, el santo obispo se le enfrenta: “Tú no puedes entrar en la casa de Dios, tus manos están manchadas de sangre. Primero debes hacer penitencia. Revestido de un costal, cubierto de ceniza debes quedarte aquí en el atrio y pedir la oración de los que entran en el templo”.
El emperador mostrando su humildad, su verdadera grandeza, hace que le lleven un vestido penitencial hecho de costal cubriendo su cabeza de ceniza. Recién el día de la Pascua de Resurrección es admitido nuevamente a la recepción de la Santa Comunión. “En resumidas cuentas, todo un Emperador, tras perpetrar una masacre era metido en vereda por un santo”.
Llevemos a la realidad nuestra fe en la Eucaristía adorando a Jesús verdaderamente presente en ella, no olvidando jamás que nuestra más “grande sustancia espiritual” que Jesús nos ofrece diariamente, es el milagro de la Misa.
(*) Director Nacional Pioneros de Abstinencia Total
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