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Domingo 27 de mayo de 2012

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Cultural El Duende

Pandora y las brujas

27 may 2012

Fuente: LA PATRIA

“Pandora y las brujas” aborda el imaginario griego influyente en las concepciones culturales de Occidente sobre la mujer y su relación con la decadencia de la historia. El texto forma parte del libro “Theatrum ginecologicum” escrito por el académico de la lengua Blithz Lozada Pereira (Oruro, 1964)

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Continuación

Tercera de seis partes

Pandora y el mal en la historia

Carlo Ginzburg dice que en la formación del estereotipo del aquelarre se advierte un incremento del poder demoniaco entre los siglos XIV y XVI. Al principio, el sabbat consistía en la pleitesía que los brujos ofrecían al demonio en los actos de profanación de Cristo y de sus símbolos y en la antropofagia infantil. Posteriormente, se habrían definido otros elementos: el diablo se presentaba en forma de macho cabrío para tener relaciones sexuales con las brujas, tenía el poder de metamorfosear a los asistentes al sabbat en lobos para que devorasen al ganado o de hacerlos invisibles para cometer atrocidades y el poder diabólico permitía que las brujas volasen sobre sus escobas(1).

Aparentemente, la brujería fue perseguida por las nefastas consecuencias que ocasionaba (pérdida de la cosecha y del ganado, muerte de niños, enfermedad, esterilidad, infidelidad y locura). Sin embargo, Marvin Harris dice que la verdadera razón fue suprimir el emergente mesianismo cristiano que se desarrolló a partir de la teología de Joaquín de Fiore y que se cernía como un saber germinalmente peligroso para el poder económico, político e ideológico de la Iglesia.

El peligro de una rebelión masiva de las clases bajas crecía de manera alarmante. Algunos grupos confiscaron los bienes de la Iglesia, otros fanáticos se lanzaron a una batalla para “lavar sus manos en sangre” puesto que los pecadores debían ser heridos y matados por los auténticos sacerdotes. En fin, no faltó un vidente que atestiguaba que la Virgen María le había instruido que los pobres se rehusaran a pagar impuestos y diezmos. Que en este contexto apareciesen líderes carismáticos anunciando un nuevo reino, dirigiendo masas campesinas y exigiendo inmolaciones militares y mesiánicas era al parecer, una consecuencia inevitable.

La teología de Joaquín de Fiore refiere tres edades de la historia. La última, del Espíritu Santo se caracteriza por la superación de las necesidades materiales y por la eliminación de la riqueza y la propiedad. El discurso y las acciones de los fraticelli franciscanos representan la expresión política que devino de esta teología, especialmente en lo que respecta al cuestionamiento del poder de la Iglesia.

San Agustín y San Anselmo habían establecido una visión teológica de la historia basada en dos dispensaciones: el tiempo del Padre y el tiempo del Hijo correspondientes al Antiguo y el Nuevo Testamento. A fines del siglo XII, el franciscano Joaquín de Fiore incluyó a éstas la dispensación del Espíritu Santo, sin Papa ni jerarquía clerical y con una Iglesia transformada en comunidad sin sacramentos, teología ni Sagradas Escrituras. En suma, se trataría de un tiempo de pobreza y de humildad. De Fiore menciona dos momentos escatológicos, el que se daría con la segunda venida de Cristo y el momento de la salvación en la última fase de la historia del mundo.

La dispensación del Padre comenzaría con Adán y duraría hasta Cristo, representando el orden de las parejas casadas dependientes del Padre, en ella imperaría la laboriosidad y el trabajo. La dispensación del Hijo comenzaría con Isaías, la caracterizarían la fe y la humildad, la gobernaría el estudio y la disciplina y estaría representada por los clérigos dependientes del Hijo. San Benito inauguraría la tercera dispensación como culminación del fin del mundo. Se trataría de la dispensación del Espíritu Santo gracias a la que se identificarían el amor y la alegría. Estaría representada por los monjes dependientes del Espíritu de Verdad y la gobernaría el plenitudo intellectus(2).

En este contexto ideológico fue necesario instituir la caza de brujas. Para las clases dominantes de ese tiempo resultaba conveniente que se multiplicaran los casos de brujería, que el saber triunfante afirmase la existencia y el poder de las brujas y que su cacería fuese justificada. El Estado y la Iglesia crearon sus propios fantasmas expiatorios, el clero que justificaba sus prerrogativas y la nobleza que mostraba la conveniencia de su poder aparecían como los protectores del pueblo, en tanto que la Inquisición evitaba que los pobres sean víctimas de la hechicería. Para esto fue imprescindible que el pueblo estuviera convencido de que todas sus desgracias, desde el pago de impuestos hasta la peste, era obra o consecuencia de la acción o las malas artes de las brujas.

Es interesante que la imagen de la mujer y el mal hayan cristalizado de esta forma en el saber triunfante de los siglos XVI y XVII sobre las brujas y en la institución paradigmática que convirtió la caza de brujas en símbolo de poder: la Inquisición. Si bien las clases dominantes preveían fatales consecuencias, encontraron en el discurso sobre las brujas el recurso político para satisfacer sus necesidades y paliar los peligros. Esto aconteció gracias a la arqueología de la subjetividad. No sólo en los sacerdotes de la Iglesia, sino en el imaginario colectivo de la época prevalecía la imagen nefasta de Eva, se asociaba el cuerpo de la mujer con el pecado y la lascivia, y además, fue imperativo reprimir los levantamientos de mujeres y de otros actores en movimientos peligrosos.

Que pocas personas educadas conocieran el relato mítico de Pandora, pese a la revalorización de la cultura clásica que produjo el Renacimiento, no obstó para que esta imagen influyera en las decisiones contra el sabbat y demás expresiones demoniacas. Las similitudes y coincidencias entre Pandora como versión griega de Eva, son sorprendentes. Ambas son criaturas de los dioses que cumplen la misma función: esparcir los males sobre la tierra. Con ellas se precipita la caída del hombre del paraíso o la edad primordial estableciéndose una nueva condición humana. En ellas la seducción es un ritual que obnubila y provoca que los hombres se pierdan a sí mismos, alejándolos de sus obligaciones divinas. Finalmente, ambas son el percutor para que se inicie un nuevo orden universal con el tiempo de libertad para el género humano.

Foucault menciona que inclusive la concepción de la enfermedad estaba vinculada al mal. A fines del siglo XVI, el Diablo no era sólo una alucinación. El médico en especial, debía mostrar que además de transformarse en macho cabrío o de llevar a las brujas al sabbat, el Diablo actuaba insidiosamente sobre la intimidad de los cuerpos. El saber de la época estableció la obra diabólica sobre el cuerpo, la mente y los humores de los más frágiles: los ignorantes, las doncellas y las viejas cascarrabias. Doctos teólogos y médicos crearon el saber que párrocos de pueblo y gente del vulgo difundía eficazmente, constelando la subjetividad de la mujer en un oscuro y tenebroso escenario del theatrum ginecologicum. Según el cuadro, el Diablo usaba la enfermedad para dañar a las personas, engañándolos respecto de qué hacían y dónde estaban asumiendo que las fabulaciones sobre brujas y aquelarres habrían tenido incuestionable realidad.

Según Foucault, los capuchinos y los jesuitas habrían sido quienes se esforzaron más en evidenciar y “resolver” casos de posesión demoniaca, brujería y pacto satánico. En el siglo XVIII, la brujería habría dejado de tener interés político para el Estado, pese a que se reconocía que ocasionaba desórdenes. En ese tiempo, el ámbito de su realidad se restringió al mundo moral y social. Para el saber que comenzaba a erguirse como triunfante, resultó crucial negar todo carácter sobrenatural a los fenómenos demoniacos, el fanatismo se equiparó a la locura y la Iglesia se empeñó en reducir las acciones extraordinarias a simples fenómenos inusuales aunque naturales. De este modo, la enfermedad atravesada por maldad, mentira, iniciación esotérica y superchería, la Iglesia la transformó en un acontecimiento natural y exigió un positivismo médico que redujera lo sobrenatural a un ámbito estrictamente patológico. Lo interesante de esta política resultó ser una paradoja para la Iglesia, el positivismo médico tipificó inclusive la experiencia religiosa como una inmanencia psicológica(3).

(1) Historia nocturna: Un desciframiento del aquelarre, pp. 70-2 (Trad. Alberto Clavería. Muchnik editores S.A. Barcelona, 1991).

(2) Véase de Karl Löwith, El sentido de la historia: Implicaciones teológicas de la filosofía de la historia, pp. 167-8, 175 (Trad. Justo Fernández. Ed. Aguilar. Colección Cultura e historia. 4ª ed. Madrid, 1973).

(3) Cfr. el texto “Médicos, jueces y brujos en el siglo XVII”, en La vida de los hombres infames, pp. 23, 29-32 (Trad. Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría. Caronte ensayos. Buenos Aires, 1996).

Continuará

Fuente: LA PATRIA
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