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Domingo 27 de mayo de 2012

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Cultural El Duende

La muerte

27 may 2012

Fuente: LA PATRIA

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La divina ilusión

La sensación del límite de la vida, de que nada de lo que existe en el mundo puede interesarnos ya dentro de un corto número de años, ni ha podido interesarnos antes de nuestro nacimiento, de que el velo tendido entre el ayer y el mañana es un velo ilusorio de la conciencia que desaparece al primer accidente físico, que todo este mundo de colores y formas está suspendido de nuestros sentidos, frágiles órganos que pretenden atestiguar las realidades de la vida, oscilantes ante nosotros, pues sólo valen en relación con nuestra sensibilidad; todas estas cosas nos dan un amargo sentido del mundo en torno. La maravillosa e ingeniosa disposición de la vida dispuesta a encantarse con el sol y las bellas alamedas, a hacernos sufrir y gozar, queda superada y deshecha al primer encontronazo de la meditación serena.

Se precisa dejarse ir aprisionando en el encanto de todas esta apariencias engañosas para no caer de bruces en el abismo, porque aun cuando la razón parezca justificar nuestras conexiones con el mundo y darle a éste un sentido de realidad, ¿qué vale nuestra razón misma ni qué títulos de legitimidad puede ofrecer por ella sola? Lo real, lo auténticamente real es que nuestra vida apenas alumbra en un momento del tiempo, y que en una eternidad, antes y después no tenemos ni hemos tenido la menor relación con el mundo.

La vida nos atrae y nos engaña. Hasta el momento mismo de la muerte parece que su papel sea ocultarnos el trágico final. No importa que los otros se hayan muerto ya; aquí estamos nosotros atraídos por el halago de nuestros sentidos, presos en la atracción de las cosas y de los valores tan maravillosamente dispuestos en relación con nuestra sensibilidad. Todavía quedan magníficas puestas del sol; todavía quedan espléndidos paisajes, nuevos horizontes para cautivar el ojo mortal; todavía quedan problemas y luchas y trabajos que nos enganchen y articulen en el mundo; pero, sobre todo este velo de ilusiones que se tiende ante nuestra vista, queda también patente el ojo del espíritu, que descubre, tras ese brillante cortejo de apariencias, el abismo de la muerte.

Muchos hombres han vivido volcados del todo en el encanto del mundo y afirmaron, en esta inclinación sobre las cosas, el gusto de la vida; otros, en cambio, más pesimistas, perspicaces en el descubrimiento de la trágica realidad bajo las apariencias y la destrucción del encanto, lo hicieron patente, como asimismo la vanidad de vanidades de todo lo que nos rodea. ¿Quién tiene razón? Evidentemente, la razón está de parte de los últimos; lo que pasa es que, con tales razones, la vida sería imposible, y todos los vivientes, por el hecho de serlo, nos hacemos cómplices de la vida en interés de ella y de nosotros mismos. Así, la pobre Humanidad ha ido tejiendo espléndidos valores, elaborando realidades espirituales, que ponemos por encima de nuestras cabezas y por encima de nuestra limitación.

La Historia, el Arte, la Ciencia, brillantes caminos y sendas de redención maravillosa, ensayos e intentos de descubrir una realidad trascendental y eterna. Ensayos nada más de antemano frustrados, pero manteniendo siempre encendida la fe y la esperanza en el éxito, porque es el único tesoro posible de la pobre Humanidad, y aun así, ¿qué valor tiene para el hombre concreto y limitado, que se ausenta definitivamente del mundo, ese reguero de actividad siempre renovada en busca de un no sé qué?

***

No vale no querer morir; la muerte es un suceso fatal como el sueño, y poco importa que nos resistamos: el sueño nos vence a la postre.

En la vida sólo cuentan las exigencias profundas de nuestra naturaleza, y la muerte es una de ellas; aunque parezca paradójico, es una exigencia de la vida. Entre la vida y la muerte hay un abismo y no hay nada. Un suceso físico, el más insignificante y externo, un pequeño choque, un íntimo episodio perturbador en un organismo tan frágil basta para alejarnos definitivamente del mundo. Nuestra existencia corre infinitos riesgos cada día, cada hora, cada minuto. Los sentidos sólo nos proporcionan el dominio de un mundo parcial: la vista, el de los colores; el oído, el de los sonidos, etc., y todo es nada, todo desaparece en un momento por una perturbación insignificante. Lo curioso es que estamos seriamente interesados en este mundo de apariencias. Se ha dicho esto tantas veces, con frases de sabor religioso, que perdieron su virtualidad, y se atribuyeron a fines interesados de propaganda y de apostolado, y, sin embargo, por mucho que ensanchemos el sentido de la vida, la vida está a un milímetro de la muerte. ¿Qué resultados pretendemos con nuestra verdad? ¿El pesimismo, la desesperanza? No, la verdad misma.

La vida está interesada en cultivar el engaño; tiene en su favor la Naturaleza, las realidades físicas atrayentes, todo lo que satisface nuestros instintos, nuestras apetencias materiales. La vida se siente íntimamente ligada por un milagro con el mundo en torno, de tal modo, que siendo mortal se siente a gusto en ella misma. Éste es todo su secreto: oculta su ponzoña, y, lo que es peor, nosotros caemos en la trampa. Parece que un dolor, una nueva y trágica realidad habría hecho desaparecer en nosotros todo estímulo, toda ilusión, y, sin embargo, la sonrisa torna a nuestros labios. La vida, que es pura apariencia, tiene esta enorme fuerza: un minuto de vida y una eternidad de muerte, y, sin embargo, ¡qué bríos pretende tener ese minuto de vida! ¿De dónde viene esta ilusión divina?

La incertidumbre del último destino

Hay hombres que parecen tan definitivamente instalados en el mundo, que su más allá no los inquieta. Piensan en la muerte como un accidente final y sin importancia, es decir, no piensan en la muerte. Pero no vale no querer pensar. Es lícito y valedero no querer pensar en la propia; como quiera que cuando llega ya no se puede pensar, nos sobrecoge sin pensar en ella, que es un modo bastante general de comportarse ante ella. Pero ¿y la muerte de las personas más próximas? ¿Cómo evadir la meditación ante estos trágicos sucesos de todos los días? ¿Cómo no pretender inquirir el destino de aquellas mismas personas que hace unos instantes estaban aquí, dialogando con nosotros, ayudándonos con sus afectos, compartiendo nuestros dolores y nuestras alegrías? De pronto, aquellos ojos que nos miraban con infinita ternura han dejado de mirarnos, los labios que se entreabrían en una sonrisa, las manos aquellas que estrechaban la nuestra…

¿Qué ha pasado tras ese rostro grave, pálido y frío? ¿Qué ha sido de la vida y del alma de ese ser? No; no nos duele sólo con dolor inmenso su separación eterna. Nos avenimos incluso a vivir sin ese ser querido. Pero nos duele no saber de él, y nosotros, que no hubiéramos descansado si lo hubiéramos perdido en la vida hasta encontrarlo, ¿cómo descansaremos ahora sin saber su paradero, sin conocer su destino?

¿Cómo, aquella alma delicada, débil, que cuidábamos con tanto mimo, ha hecho frente al trágico tránsito del más allá, y ha penetrado la pobre sola en ese terrible misterio? ¿Cómo aquel cuerpo que envolvíamos en la dulzura de tanto cariño ha podido desprenderse de esta vida y pudrirse entre la tierra? Éstos son los grandes dolores que nos deja la muerte de los seres queridos; no se trata sólo de la pérdida de su compañía, y algunos no parecen sentir más que este aspecto del dolor: se trata del dolor que nos produce ignorar su paradero y no saber su destino. Ya sea la incorporación del espíritu individual a la conciencia universal y la del cuerpo al mundo físico, y a la terrible nada. De todas, la religiosa de un dulce recogimiento en el seno misericordioso de un Dios de bondad, es la más consoladora. Demasiado pequeños, demasiado concretos y limitados, demasiados débiles, en fin, para soluciones abstractas, ¿cómo no sentir el pavor del tránsito final, cómo no sentir el pavor al pensar en la muerte de los seres que desaparecen en torno nuestro?

He dicho alguna vez que un ser infinito, dominando el tiempo, que tenga con la misma limpidez la visión del pasado y del futuro, nos verá, finitos y limitados, ya muertos, y conocerá nuestro destino último. ¿No es trágico para nosotros, llamados forzosamente a desaparecer, poder ser objeto de este modo de visión¿ ¿No es trágico sabernos ya anticipadamente muertos por alguien que puede ver por encima del tiempo? Todas estas cosas que acontecen a nuestra condición mortal y perecedera, son profundamente, inquietantes. Nada de lo que intentemos para salvar los límites de la mortalidad es eficaz; cierto que la proyección de nuestra alma, la objetividad de nuestro espíritu en la Ciencia o en el Arte pueden alcanzar un valor histórico y llegamos hasta la superación de nuestro ser en busca de una cierta inmortalidad; pero nótese que sólo las obras morales parecen tener la doble cualidad de valer para este mundo y para el otro. Las religiones no estiman el valor artístico y el científico; en cambio, dan el mayor valor al acto moral, aun al más humilde, al silencio de los espíritus más sencillos; en una palabra; la vida de sacrificio y de generosidad parece encerrar las mayores calidades vitales, el más alto sentido dentro de nuestra existencia, porque no sólo hace más dulce la pérdida de la vida, sino que es lo único que se puede transferir al más allá.

Entre la vida y la muerte no hay solución de continuidad. Entre la vida y la muerte no hay término medio; el tránsito es radical; el corte es brusco.

Victoriano García Marti. España, 1881-1966. Escritor, abogado, sociólogo y ensayista.

El texto está incluido en “Ensayos”, 1950

Fuente: LA PATRIA
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