Domingo 28 de mayo de 2023

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Me cuentan que a Jorge le llegó el olvido, que en algún lugar de la idílica Cochabamba, que criticaba y amaba, llevó en sus últimos años una vida de encierro. La sociedad se cobró su irreverencia, su desfachatez de en un momento serio sacarse los zapatos, bajar los calcetines y rascarse por encima del talón mientras lo miraban azorados. Luego proseguía su genial charla sobre W. H. Auden.
Lástima que de él más se ha perdido que conservado. Una obra dispersa, mayormente oral, pero también escritos sueltos firmados como Jorge Agrícola, supongo que para honrar con ello a la antigua Roma, o a un pasado feudal en la rural Bolivia que se había repartido desde siempre entre los amos. Cochabambino y creo que también beniano. Brilló antes de que apareciese la globalización, cuando todavía el hecho de haber estudiado en Inglaterra y vivido en los Estados Unidos implicaba tanto, siendo nosotros más que de tierra, de mente, mediterráneos.
En 1991 decidimos, mi esposa entonces, Jenny Gubrud y yo, trasladarnos a Bolivia ??para siempre?. Por las calles de Washington D.C. marchaban las turbas enloquecidas con la victoria relámpago de las tropas norteamericanas en la Tormenta del Desierto. Décadas de la vergonzosa derrota en Vietnam parecían haberse lavado. Una generación se limpiaba esa mácula y retornaba el concepto del porvenir, límpido y sólido. Era demasiado para nosotros y creímos bueno partir.
Jenny pintaba: pasteles y dibujos al carbón. Emily, la hija mayor, había nacido ya. Con gigantescas cajas emprendimos la diáspora, dejando atrás los floridos cerezos, museos, amigos. Le hablé de sol, de agua y encontramos polvo, pero era Cochabamba al fin, que fue pródiga en colores y números en su obra artística. Tanto que decidimos exponerla. Para eso recurrimos a mi hermana Picha, para que su amigo Jorge Zabala hiciera la presentación. Fue un año, entre el 91 y el 92 que gozamos de su continua presencia; por ahí, luego de este trashumar gitano que nos envolvió, en un archivador, están sus palabras impresas en un diario local: Jorge Zabala presenta a JG, ??la? pintora norteamericana, en el palacio Portales.
Mucho antes, durante la juventud plagada de ínfulas revolucionarias e intelectuales, mirábamos a Jorge, diez o quince años mayor que nosotros, de lejos y con admiración, agarrando de oídas conversaciones sobre Aristóteles, o comentando en la oscuridad de los jardines de la UMSS sobre la proyección de Hamlet en versión soviética. O, lo recuerdo con claridad, porque esas eran muchachas que yo ansiaba, coqueto con dos auténticas alemanas, de tetas y caderas blancas, diciendo que a las suizas les gustaba hacer el amor sin quitarse las medias. Sentí envidia en mi cubil indoamericano porque yo no podría saberlo, menos conversarlo. Y aún no he comprobado si Zabala mentía o no. Era a la salida del teatro del Palacio de la Cultura, en una de las sesiones de cine internacional que se hacían. Luego cruzaron la calle y se instalaron en un cafecito con mesas de fórmica en animada charla de -supongo- sexo y literatura. A mí me devoró la noche.