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Domingo 20 de mayo de 2012

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Revista Dominical

Arrojarán a los demonios

20 may 2012

Fuente: LA PATRIA

Bernardino Zanella - Exrector del Santuario del Socavón

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Celebramos hoy la fiesta de la Ascensión de Jesús. Propongo aquí algunas reflexiones, a partir del texto del evangelio que leemos en la liturgia de este día.

La crisis de las religiones en el mundo, siempre más visible en la Iglesia Católica, es percibida por algunos con la angustia de quien ve sacudidas las certezas de su vida y los pilares de la sociedad. Parece que todo se viene abajo. Pero otros sienten que esta gran transición, que hoy estamos viviendo, está preparando un mundo nuevo, en que la espiritualidad será el elemento universal que puede unir a las religiones para trabajar en comunión, persiguiendo el destino último de toda la humanidad, su plena transfiguración.

El relato evangélico de la ascensión de Jesús al cielo es el símbolo más poderoso de nuestra esperanza. Leemos en el evangelio de san Marcos 16, 15-20:

«Jesús resucitado se apareció a los Once y les dijo: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará. Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los sanarán”.

Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios.

Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban».

La conclusión original del evangelio de san Marcos había sido desconcertante. Marcos cierra su evangelio, describiendo la reacción de las mujeres, que habían ido para ungir el cuerpo de Jesús en el sepulcro, y se encontraron con anuncio de la resurrección: “Entonces las mujeres salieron corriendo del sepulcro. Estaban asustadas y asombradas, y no dijeron nada a nadie, de tanto miedo que tenían” (16, 8). Parece un evangelio no terminado, como si Marcos dejara a las generaciones futuras de discípulos la tarea de terminarlo según su propia experiencia de la resurrección.

De hecho, ya en el siglo II se elaboran otras conclusiones, una de las cuales quedó agregada canónicamente como apéndice al evangelio de Marcos, casi un resumen de las experiencias pascuales, que nos habla de la aparición del Resucitado a María Magdalena, a los dos discípulos (de Emaús) y a los Once, el envío misionero, la ascensión del Jesús y el cumplimiento de la misión.

En el momento de la despedida, Jesús envía a sus discípulos “a todo el mundo”. La misión no está más limitada a un pueblo privilegiado, sino es universal: “toda la creación” es destinataria de la buena noticia. Y la buena noticia es que Jesús vive, que su muerte en la cruz no hizo morir la vida verdadera, que el amor vence, a través y más allá de la muerte misma.

La posibilidad de salvación depende ahora de la apertura a esta buena noticia, sellada para los discípulos por el bautismo. El rechazo de este camino vacía la vida de sentido.

Los signos que acompañarán la presencia misionera de los discípulos serán la continuidad de los gestos realizados por Jesús, sanando, levantando, echando a los espíritus del mal: “arrojarán a los demonios”, en una actitud integradora como un Pentecostés perene, en que todos los pueblos son reconocidos y respetados en su cultura, lengua e identidad. Así tendría que ser la comunidad cristiana, alternativa a un mundo enfermo y violento, agresivo y excluyente.

Entonces Jesús puede irse. Ha cumplido.

Había venido del Padre, movido por sus entrañas de misericordia por el infinito sufrimiento de la humanidad; había asumido nuestra condición humana hasta el extremo de la vulnerabilidad, el último de todos, hasta la cruz; había pasado haciendo el bien y sanando a todos, anunciando con hechos y palabras un camino de vida, de amor y de perdón; había lavado los pies a los discípulos durante su última cena, enseñando que esa era la actitud que tenía que identificar a sus seguidores; había partido el pan, indicando que su vida era pan ofrecido para la vida de todos; se había hecho, con su pasión y muerte, grano de trigo, muerto en el surco para manifestar el resplandor de la vida verdadera; había formado a una comunidad de discípulos y discípulas que habían aprendido a caminar con él, atrás de él, sin otra ley que la del amor recíproco.

Ahora puede volver al Padre, “elevado al cielo”, reconocido como “el Señor”. En él, “sentado a la derecha de Dios”, está nuestra humanidad, anunciando cuál es el destino último de cada hombre.

Para los discípulos, la ausencia física de Jesús es dolorosa, pero también el signo de una reconocida madurez. Ellos podrán salir “a predicar por todas partes”, asistidos por la nueva presencia del Señor, que hará eficaz su misión con los signos de liberación y solidaridad que él mismo había realizado durante su vida terrena.

Fuente: LA PATRIA
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