La relación entre Estado rentista y conflictos sociales ha sido menos explorada que el impacto económico del rentismo. El tema viene al caso cuando vivimos uno de los períodos de más alta conflictividad social de nuestra convulsionada historia, a decir de la Fundación UNIR.
Han quedado atrás los tiempos en que la poderosa Central Obrera Boliviana (COB), al mando de Juan Lechín Oquendo, hacía temblar al gobierno de turno, con la sola amenaza de una huelga general e indefinida, capaz de infligir fuertes pérdidas a las arcas estatales.
Desde entonces la estructura socioeconómica del país ha cambiado mucho. Los militantes combativos de la COB se han reducido a un puñado de organizaciones, en su mayoría del sector de servicios y del ámbito urbano. La otrora “armada” cobista se ha disuelto en un sinnúmero de “ejércitos” sectoriales y anárquicos, unos más agresivos que otros, algunos convertidos por el Gobierno en su guardia pretoriana, otros más venales; casi todos al borde de la legalidad. Pienso en los cocaleros, los cooperativistas mineros, los gremiales, los sindicados campesinos y los empresarios del transporte.
En este contexto, las movilizaciones de la COB sólo tienen un impacto económico marginal sobre el Gobierno, y se han reducido, como las de otros sectores, a exasperar a los ciudadanos, principalmente de la sede de gobierno.
El cambio más importante radica en que ahora el Gobierno vive de rentas que tienen dos características: son elevadas (como no deja de recordarnos un eternamente sonriente ministro) y son producto, no del trabajo de los afiliados a la COB, sino de las operaciones de las transnacionales de los hidrocarburos y de la minería.
La primera característica fomenta los conflictos: todos quieren, aquí y ahora, su tajada de la torta común, al tiempo que el Gobierno intenta frenar el circulante y controlar la inflación. Por otro lado, esas rentas le permiten al Gobierno contemplar con suficiencia las protestas sociales, aguantarlas inclusive durante semanas sin inmutarse y hasta inventarse feriados nacionales. La situación es similar a la del dueño que vive del alquiler de unos cuantos departamentos: pase lo que pase en las calles, al final del mes les cobra igual a los inquilinos. Lo propio sucede, casualmente, con los cocaleros, quienes viven del crecimiento autónomo de la hoja de coca y de su comercialización, que no requiere grandes operaciones de marketing.
Sin embargo, esa estrategia de buscar el desgaste de las protestas sociales conlleva la desatención de la planificación económica del Gobierno y su pérdida de credibilidad ante la opinión pública, sobre todo urbana, castigada permanentemente por la incapacidad, o desidia, de los funcionarios gubernamentales para prevenir y solucionar oportunamente los conflictos.
Paralelamente, noto un grave despiste en las reivindicaciones de la COB: el incremento salarial sigue siendo el principal objetivo que agota a los que protestan y a los que sufren sus consecuencias. Al contrario, si la COB asumiera el reto de luchar para la generación de empleos productivos, antes que para una mejora insignificante y efímera del salario, tendría más obreros afiliados y más poder de negociación. En ese caso, sin embargo, su lucha debería ser en contra del Estado rentista y a favor de un Estado productivo, cuyas decisiones, inclusive las más populistas, deberían ser analizadas en función de lo que ayuda o perjudica a ese objetivo primario.
En fin, de seguir en sus andanzas y de acentuarse el carácter rentista del Estado, el futuro de esa histórica organización se hace incierto.
(*) Físico
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