Jueves 19 de mayo de 2022

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Hasta hace más o menos una década, “salir profesional” era el objetivo de vida de la mayoría de los bolivianos.
La lógica era tan abrumadora, que no admitía discusión: el título profesional servía para conseguir trabajo y, teniendo uno, era posible sostener una familia.
Y mientras el objetivo del “cartón” era menos complicado en las capitales de Departamento, donde existen universidades públicas, se hacía más lejano en las provincias donde la mayoría de la gente no tiene un título, pero anhela que sus hijos alcancen uno.
Haciendo sacrificios económicos, los padres del área dispersa mandan a sus hijos a las capitales, para que estudien una carrera. Estos suelen alquilar una pieza barata y sobrellevan los cinco años que representan conseguir una licenciatura. A algunos les toma un poco más de tiempo pero, como eso representa seguir en la ciudad, y continuar invirtiendo en comida y alquileres, la mayoría de los estudiantes que provienen de fuera de las ciudades se esfuerza por concluir su carrera lo más pronto posible.
Pero este cuadro idílico, y a veces conmovedor, suele chocar con la realidad que ahora se encuentra en las universidades. Hoy en día, los dirigentes se han convertido en dueños de vidas y haciendas porque las autoridades académicas lo permiten en el marco del decantado “cogobierno”. Un porcentaje de la matrícula universitaria está destinado a la Federación Universitaria Local (FUL) y otro tanto a las direcciones estudiantiles intermedias, pero eso no es todo. Dentro de las universidades existe un sistema de chantajes que se aplica primero a quienes gozan de beneficios como becas, comedor e internado.