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omar Alarcón - Periódico La Patria (Oruro - Bolivia)
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Invitado


Domingo 24 de abril de 2022

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Cultural El Duende

omar Alarcón

24 abr 2022

Omar Alarcón. Poeta boliviano (1986). Ha publicado: El corazón entrega sus muertos (2006), Roca negra (2020) y Mil y una noches sin Wi-Fi (2021)

Mil y una noches sin Wi-Fi

A estas alturas del siglo

es necesario que el microprocesador

incluya en sus algoritmos la ternura.

Hace muchos años que la mecánica cuántica estudia la

frágil frontera que existe entre una piedra y un sueño,

es inútil seguir cronometrando las pulsaciones,

los segundos.

La física del siglo XXI se parece cada vez más

a una aritmética del viento.

La mariposa Efímera, que vive un solo día,

puede enseñarnos a escribir otra vez los

calendarios.

Frente al televisor lo sabemos mejor que nadie:

El ADN es una larga cadena desde la bacteria más

diminuta hasta nuestro ego.

En nuestra historia, aprender a sincronizar la siembra y las estrellas fue más importante que la invención del

microondas.

Los cuatro mil satélites que pusimos en órbita alrededor de

la tierra pueden confirmarlo:

Siempre seremos aquellas sombras acabando

de descubrir el fuego.

Las manos que pintaron figuras humanas hace treinta mil

años en la cueva de Chauvet, hubieran podido dibujar,

semillas de diente de león girando en el aire.

Teletrabajo y cosecha de ilusiones

Sentado frente a la computadora siento mi cuerpo

como una ausencia mal codificada.

El teletrabajo divide mi sombra en dos,

cada mañana el telón del dormitorio abre y cierra

una oficina virtual donde únicamente la soledad me

guiña un ojo.

Después de ocho horas en la misma posición pienso en mi

bisabuelo Gregorio Poquechoque, que cultivaba trigo en

campos donde sólo crecían utopías.

Sus manos eran una cosecha de ilusiones y en sus brazos aleteaban sus hijos igual que los recuerdos.

La primera vez que llevaron una radio a su pueblo

todos preguntaron cómo hicieron las personas que allí hablaban para entrar en un aparato tan pequeño.

Imagino a mi bisabuelo Gregorio,

brindando por la invención de la radio,

celebrando los nuevos inventos,

con un vaso colmado de enigmas.

Sobrepoblación y La Tierra Baldía de Eliot

En las metrópolis la gente gira en círculos

alrededor de sus pensamientos.

Los trenes vuelven eternamente

al punto de partida,

donde la vida siempre llega tarde.

Podría ser Buenos Aires, Nueva York o Beijing,

el tráfico es el mismo.

En los embotellamientos el tedio puede llegar

a 100 kilómetros por hora.

El área urbana de Tokio tiene

cuarenta millones de habitantes.

¿Alguien sabe cuántos árboles de cerezo?

Es un alivio, los 1400 rascacielos de Hong Kong

todavía no han podido arruinar el paisaje.

Sin embargo, estoy seguro que en Reino Unido

hace ya muchos años construyeron un Starbucks

sobre La tierra baldía de Eliot.

Cuánto daría por leer en los menús:

“Ya tarde, volvíamos del jardín,

llenos tus brazos y húmedo tu pelo […]

Nada sabía, mirando en el corazón de la luz,

el silencio”.

En el mundo cada vez existen menos personas que abandonan las ciudades y suben a los cerros.

En los Andes, al borde de los precipicios,

todavía se pueden encontrar

altares para el viento.

Antes de cavar un hueco en el techo y llenarlo de pájaros

Era media noche y la pandemia me despertó

con un aullido frío.

Desde entonces cada estornudo es un incendio,

un huracán anónimo.

—Mis manos pueden convertir la muerte

en luciérnagas —escribo—. Cavar un hueco en el techo

y llenarlo de pájaros.

Hace tres meses estoy encerrado,

las paredes de mi habitación empiezan a creer

que soy un espejismo.

Cada día escribo un poema en el reverso

de estas páginas.

Afuera, el mundo es un signo de interrogación

girando en el viento.

—Puedo escalar paredes tan altas como la esperanza.

—Desenterrar el mundo de sí mismo.

Cada mañana abrazo el niño huérfano que llevo dentro.

El encierro es un espejo de cuatro paredes.

—Puedo ser un amor de olas incontrolables.

—Tocar la luz con las manos de un ciego.

Detrás del tapabocas mis ojos esperan otros ojos.

En mis pupilas, la muerte, es una estrella fugaz.

Nuestro tiempo

—El deseo es un pozo donde las ranas se ahogan

persiguiendo las estrellas —decía Diógenes a los viajeros.

Eso fue mucho antes del huracán de mariposas de 1953

cuando salió el primer número de la revista Playboy

con Marilyn Monroe en la portada,

y antes del estallido púrpura de la foto de Andy Warhol haciéndose un lifting facial,

cuando supimos que la identidad es un código de barras,

más auténtica que la comida enlatada y el kétchup.

El final de la segunda guerra mundial marcó nuestra

historia para siempre.

La bomba atómica que cayó sobre Hiroshima no estaba

hecha de uranio, sino de píldoras, computadoras y plástico.

Desde entonces somos un sueño de La bella durmiente,

un programa de televisión transmitiendo en vivo.

En Alicia en el país de las maravillas, el deseo profundo

de la protagonista no es encontrar una salida,

el deseo profundo de Alicia,

es vivir para siempre en una ilusión.

Sobrepoblación y La Tierra Baldía de Eliot

En las metrópolis la gente gira en círculos

alrededor de sus pensamientos.

Los trenes vuelven eternamente

al punto de partida,

donde la vida siempre llega tarde.

Podría ser Buenos Aires, Nueva York o Beijing,

el tráfico es el mismo.

En los embotellamientos el tedio puede llegar

a 100 kilómetros por hora.

El área urbana de Tokio tiene

cuarenta millones de habitantes.

¿Alguien sabe cuántos árboles de cerezo?

Es un alivio, los 1400 rascacielos de Hong Kong

todavía no han podido arruinar el paisaje.

Sin embargo, estoy seguro que en Reino Unido

hace ya muchos años construyeron un Starbucks

sobre La tierra baldía de Eliot.

Cuánto daría por leer en los menús:

“Ya tarde, volvíamos del jardín,

llenos tus brazos y húmedo tu pelo […]

Nada sabía, mirando en el corazón de la luz,

el silencio”.

En el mundo cada vez existen menos personas que abandonan las ciudades y suben a los cerros.

En los Andes, al borde de los precipicios,

todavía se pueden encontrar

altares para el viento.

Para tus amigos: