La fe mueve montañas, es el dicho popular que sirve para constatar que cuando uno quiere puede y si está consciente que con esa fuerza de voluntad incluso puede lograr lo indecible tiene que ser consecuente y asumir con responsabilidad una actitud de humildad y obediencia para llegar a donde se propone sin esperar ninguna recompensa y lo que es más, sin considerarse imprescindible.
Las instituciones quedan y los hombres pasan, podría ser otra sentencia muy arraigada que también nos motiva a una reflexión sobre esa auténtica vocación de servicio que todos deberíamos tener para asumir con responsabilidad nuestro rol en la sociedad y lo que es más, la obligación moral que nos impone a trabajar con total entrega y dedicación, sin pedir ninguna recompensa y mucho menos pretender inmortalizar nuestro paso por alguna de las entidades, donde por azar del destino nos toca cumplir una misión.
Estas reflexiones quizá nos permitan comprender que no siempre estamos donde queremos ni hacemos lo que quisiéramos por más que nos propongamos y por mayores esfuerzos que realicemos.
Así, la partida de alguien siempre deja un halo de tristeza, más aún ni se quiere forzar para “reconocer” algunos méritos que son resultado del esfuerzo de otras personas que dieron su tiempo, su dedicación y hasta su vida por servir a la comunidad y divulgar una doctrina de fe, ya sea desde una parroquia, un santuario, una capilla, una comunidad, una iglesia o simplemente desde un púlpito que sirvió para evangelizar y catequizar a los cientos de miles de laicos y profesantes de una religión que llega a las instituciones donde se construye cada día una Iglesia renovada y siempre actual sin que ella se constituya en propiedad o sea de dominio exclusivo de alguien.
La fe que uno profesa es una acción gratificante y más aún si existe un compromiso y se cumple a cabalidad los dictados de nuestra conciencia que reclama por la auténtica vocación de servicio antes que servirse y buscar un beneficio por anunciar, “promocionar” y comercializar esa doctrina que sirvió para edificar un cuerpo místico que a la larga resulta ser nuestra Iglesia y nuestro templo espiritual donde todos construimos día a día un altar para servir a la causa del Señor y con entera renunciación profesar nuestra fe, sea cual fuera siempre que obedezca a los dictados de nuestra recta conciencia.
Este templo interior nos permite obrar a libre albedrío, pero no nos libera de la obediencia que debemos para actuar con humildad y renunciamiento para lograr el cambio sustancial que todos buscamos y consiste en ser constructores de paz y armonía, lejos de confrontar y generar intranquilidad por buscar un acomodo o situación de beneficio personal cuando bien vemos que se comercia con la fe y se juega con la doctrina religiosa que se profesa.
Actuar en conciencia es actuar con transparencia, humildad y servicio para evitar que existan los “milagreros” que por unos centavos o diezmos ofrecen curaciones milagrosas, tratamientos irrealizables y hasta realizan actos de sanación, llegando al extremo muchas veces de obligar a entregar el poco dinero que tiene la gente de bajos ingresos para cubrir las necesidades de sus denominaciones religiosas.
Algo similar está ocurriendo en otros cultos religiosos donde existen interesados en promocionar ciertos valores cristianos para lucrar en beneficio propio y lo que es más a nombre de comunidades, sin que empero esto fortalezca la fe de los creyentes, sino más bien generando una actitud de rechazo y crítica porque se antepone el interés personal al derecho de todos usufructuando esa fe para lograr beneficios económicos.
Ojalá esto se acabe y los creyentes, seguidores de diversas corrientes y doctrinas de fe religiosa se den cuentan para bien, para identificar a los mercaderes de la fe que lucran, viven y se aprovechan de la religión.
(*) Periodista
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