Viernes 29 de octubre de 2021

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A días de recordar un año más del evento fundacional de la minería boliviana como fue la nacionalización de las minas ordenada por el DS 3223 de 31 de octubre de 1952, cabe reflexionar sobre lo que después de 69 años de ese hito histórico, hemos alcanzado como país y como sector minero. En esta columna se ha tratado de analizar la coyuntura y también la proyección de la industria madre desde que el Estado asumió la responsabilidad de su desarrollo; el lector acucioso puede encontrar detalles en mi libro De oro, plata y estaño (Plural Editores 2014 y 2017).
A lo largo de este sinuoso camino, hemos sido testigos de más de treinta años de dominio estatal del sector, de más de veinte de dominio empresarial, liberal y privado y ya van más de quince años del actual sistema político que devuelve el control del sector al Estado esta vez denominado plurinacional. Hasta hoy las recetas que se aplicaron en ambos casos no funcionaron, el país sigue siendo un enclave de producción de materia prima, exportador de capitales y cada vez más dependiente del sub sector informal para su subsistencia. En casi 70 años no hemos podido insertar al país al circuito global de capitales y a la generación sostenida de un portafolio de proyectos que genere desarrollo y riqueza. Un solo proyecto de clase mundial (San Cristóbal), algunos de mediana escala (Khory Khollo, San Bartolomé, Puquío Norte, Don Mario), muchos sueños y elefantes blancos (Mutún, los Salares, Karachipampa, las fundiciones de zinc, etc.) y un paquidérmico sub sector cooperativo aurífero, son la síntesis de lo que se generó, muy lejos del sueño primigenio de los nacionalizadores. En algún escrito puntualizaba que con la nacionalización se estatizaron minas pero no el imperio industrial minero que habían erigido Simón I. Patiño y en menor grado Mauricio Hochschild y Avelino Aramayo y que debiera haber heredado el Estado.