“Hay que conocer un campamento minero en Bolivia para descubrir cuánto puede resistir el hombre”, escribía Sergio Almaraz. Parafraseándolo, diríase ahora: hay que vivir en Bolivia para saber cuánto puede resistir un país los embates de la anarquía, con paros, marchas y bloqueos. Parece que una cumbre secreta hubiera acordado el mandato de hundir el país lo más pronto posible. Ya no está para mucho: cruje la precariedad de su armazón institucional.
Según estadísticas divulgadas, alrededor de cien conflictos se generan cada mes, a razón de tres por día. En los últimos seis años, lejos de aminorar, como se esperaba, más bien ha recrudecido. Las facturas electorales de la demagogia van de la mano con la ineficiencia burocrática. No tenían ni tienen en sus filas gente medianamente capacitada. No es cosa de “meterle nomás”. Para todo hay que “saber leer y escribir” un poco. Seis años certifican lo difícil que les resulta aprender. Obvio: lo que natura no da, el poder no concede.
Paciencia de Job tiene Bolivia. Sin embargo, últimamente hubo tímidos gestos de reacción hasta en las propias esferas de Gobierno. Una aclaración vale: no es contra la manifestación de descontento o de protesta. Lo que causa indignación es el bloqueo. En ninguna legislación del mundo existe el derecho de obstruir caminos. El o los que lo hacen cometen un crimen de lesa humanidad. Nadie puede reclamar como conquista social la comisión de un delito. Es un atentado a los derechos humanos; un retorno a la jungla.
La lenta reacción oficial es tanto más significativa cuanto que ella marca un derrotero distinto al que siguió antes para conquistar el poder. Morales llegó por esa vía borrascosa al Palacio Quemado, derribando gobiernos constitucionales y pasando por encima de la ley. “El hermano Evo será presidente; si no es por las buenas, será por las malas”, decía el entonces fanático masista Román Loayza, a pocos días de diciembre del 2005. Esos grupos sociales no pueden actuar al margen de la ley. Están obligados a respetar las normas de la democracia, la que les entregó en las urnas el poder.
Dos organizaciones comenten con más frecuencia el atropello al derecho constitucional de la libre locomoción: los transportistas y los comunarios con problemas en sus municipios. Ambos utilizan a los ciudadanos como instrumento de presión; cierran calles y caminos con salvaje crueldad. Y cuando alguna vez la Policía reprime para desbloquear, echan el grito al cielo como si se les estaría conculcando un derecho. Las fuerzas del orden tienen la obligación de hacer respetar la ley, así sea por la fuerza, a todo riesgo. La inermidad del Estado ante los abusos es un desacato a la Constitución.
Si el Gobierno no quiere irse a pique, deberá actuar sin contemplaciones. Parece que en ese sentido ensaya un gesto de pionero el ministro de Gobierno al instruir que los fiscales procesen a los bloqueadores. Al fin alguien desde el poder tiene la audacia de condolerse por la población que gime, llora y maldice en los caminos a los vándalos y al Gobierno que suele contemplar impasible el grotesco espectáculo de la barbarie. Pero no tuvo mayor repercusión. ¡Cómo iba a tenerla! Más bien todavía permanece en el cargo.
Ahora es de esperar que para que no lo saquen del Gabinete, los bloqueadores clamen su cambio por todos los medios, y los otros de la Asamblea Legislativa censuren la actitud solitaria del ministro Romero, porque se supone que aún está vigente lo que cierta vez dijo el jefazo: “ministro no censurado será cambiado; ministro censurado seguirá siendo ministro”. Son las reglas de oro del Estado Plurinacional.
(*) Pedagogo y escritor
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