Domingo 25 de julio de 2021
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A Óscar Únzaga de la Vega corresponde el juicio más certero sobre Franz Tamayo: “Ninguna personalidad puede ser más representativa por sus dimensiones y simbolismo que Tamayo, en esta primera mitad del siglo veinte. Ningún valor es más auténticamente boliviano, más nuestro, con su grandeza contradictoria y con su amarga soledad de cima”. Deberíamos, en esencia, estar de acuerdo: la gigante dimensión de su personalidad, su genio a menudo contradictorio y su soledad de intelectual único. Su biógrafo más importante, Fernando Díez de Medina, afirmó: “Tamayo es ciertamente un enigma estético”, debido a la altura y también profundidad inalcanzables de su poesía. Augusto Céspedes intentó en lo suyo: “Estamos en medio de una obra deforme”. Luego completó: “Talento amorfo, amenazado siempre por el absurdo y por el genio, presionado por la dificultad de sus abstrusas ideologías, cuando se ofrece al público en palabras no se entrega del todo”.
¿Quién fue, en realidad, Franz Tamayo? Un poeta, un pensador y un político, y no debería importarnos el orden. El estupendo libro de Mariano Baptista Gumucio, “Yo fui el orgullo”, de lectura, diría, obligatoria, no sólo devela el magnífico nivel alcanzado por este hombre en estos oficios, sino que también recoge dudas y certezas testimoniales sobre su origen. Tamayo tuvo madre aimara, lo que siempre fue su orgullo, pero desde el libro citado es posible considerar que también fue aimara por parte de padre. De ser así, don Isaac Tamayo fue el destacadísimo hombre que lo educó. Nacido en La Paz, en febrero del año 1879, Franz Tamayo acompañó activamente la vida nacional sin tregua ni descanso hasta fallecer en 1956. En su derrotero casi completo, sólo faltó, y faltan, lectores. Carlos Medinaceli, nuestro novelista excepcional, dijo: “No se puede reclamar para Tamayo la gratitud popular”. Cierto: su excelsa intelectualidad abrió un verdadero abismo con el nivel de aquella sociedad y todavía con la nuestra. De todas formas, él fue apoyado y votado en las elecciones de 1934 y no asumió la presidencia debido a esa vergüenza que llamamos “corralito de Villamontes”. Medinaceli fue justo: “Tamayo tiene el ímpetu de vuelo de un Ícaro, pero lleva en las alas el peso de una biblioteca”. Este “profesor de plenitud” no se agotó en exuberancia. Panfletos políticos, polémicas escritas, reflexiones filosóficas, discursos parlamentarios, proverbios, versos reveladores, si bien prácticamente no leídos, trascendieron el papel de tal forma que suscitaron la admiración popular. Felipe Delgado establece bien: “Usted sabe que nosotros somos Bolivia. Pero la verdad es que Tamayo es Bolivia”. El espíritu de su letra parece haberse posesionado de nosotros.