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Domingo 15 de abril de 2012

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Revista Dominical

La disciplina de un repúblico

El proceso de la institucionalidad política en Bolivia

15 abr 2012

Fuente: La Patria

Por: Henry Pablo Ríos Alborta

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En los tiempos primeros, el hombre, o sea, el humano, ha tratado de dar un sentido a la existencia y así porfió en construcciones metafísicas, mitológicas, religiosas y políticas; en una palabra, espirituales. El espíritu es, pues, y esto lo ha confirmado Spengler, el resorte primigenio de la vida humana, como decía Don Manuel Frontaura Argandoña, repúblico boliviano, de quien nos ocuparemos en este estudio.

Desde los tiempos primeros, decía, el hombre fue formando su estructura, su organización. Es así que devienen las culturas, origen de las naciones. Estas, o sea, la nación, es un hecho espiritual, el más grande logro alcanzado por la humanidad en cuanto a organización de co-estar. Nación importa un concepto de aportes individuales, de aportes que realizan escritores, políticos, repúblicos para construir ese, que es el más grande y noble bien de los seres políticamente organizados: la nación

Bolivia, hechura de la realidad espiritual y política del Kollasuyo, amén de la de Occidente, se constituye en un producto complejo y urgido de ser organizado, o construido. Desde 1825 nace, formalmente, la República de Bolivia, pero no nace la nación boliviana porque ésta debe formarse precisamente desde aquel momento en que se constituye como unidad política independiente y soberana, como República. Desde 1825 comienza, entonces, el proceso de la nacionalidad. Proceso que preciso es atender y cumplir con su desarrollo, con su construcción; para eso existen las sociedades, los pueblos, lo contrario equivale a caer en la existencia sin alma, sin espíritu. Entonces la nación de Bolivia se forma, con el ancestro autóctono, originario latente y con la herencia y el legado, antiguo, occidental, europeo y castellano: patente. Esto explica que se adopte la República como forma de gobierno y como base de su institucionalidad, sin desaparecer, empero, el alma kolla, que ni un solo segundo deja de estar presente en esta formación, porque lo está en el alma de sus gentes. Distinto es que no se haya comprendido, en los años primeros de la República, la teogonía andina que después iría exponiendo, con claridad desconcertante, ese gran repúblico y escritor que fue Don Fernando Diez de Medina, quien naciera en 1908 y quien, desde su biografía de Tamayo, su “Thunupa”, su “Siripaka”, “Ainoka”; empero con su “Nayjama”, publicada en 1950, realiza esa campaña de hacer comprender a los bolivianos, el componente originario de su nación; dos años después, la Revolución de 1952 redimía al indio de su condición pretérita, él, Diez de Medina, redactaba el Código de la Educación Boliviana (1953), y asumía la cartera de la Educación boliviana (1956), así como después se alejaría, dando cumplimiento a su anuncio de que sería el primero en abandonar el Movimiento, si éste se desvía. Pero no nos adelantemos, busquemos un momento estructural de la formación de esta nación boliviana, cronológicamente, vamos primero, en esta oportunidad, a la formación del “civilismo” en Bolivia, o sea, al intento de institucionalizar el país, allá en el siglo XIX, cuando uniformes hacían y deshacían el gobierno de la República. Analicemos ese momento estructural, a través del libro, también estructural “El Dictador Linares”, de Manuel Frontaura Argandoña.

Manuel Frontaura Argandoña, escritor, diplomático, político; nacido en 1906, según Fernando Diez de Medina y Porfirio Díaz Machicao en Potosí, y según Pedro Shimose en Sucre. El autor de esta nota suscribe la primera tesis, pues parte de su obra evoca y hace sentir el antiguo esplendor de la que fuera segunda ciudad del mundo católico.

Desde sus primeros años volvióse a las letras, al espíritu. Comienza con la prosa filosófica, el autor posee una edición fechada en 1929, de “Ciudad de Piedra”, uno de sus primeros libros, junto a “Las nueve voces de Caronte”; en aquel despunta el aspirante a filósofo, profundamente impregnado del ímpetu fáustico de la filosofía irracionalista germana, obra de la primera juventud, brilla con sus disquisiciones que se tornan por momentos en hondas reflexiones humanísticas. Fernando Diez de Medina cuenta que, cuando dirigía la página literaria “Hombres, Ideas y Libros”, fundada por él, en “El Diario”; Frontaura lo visitó llevando y anunciándole “Las nueve voces de Caronte”, su primer libro. A estas obras de ímpetu juvenil y estro nietzscheano, siguió su biografía novelada de Joseph Alonso de Ibáñez o Alonso Yáñez, con el título de “El Precursor”, en la que rememora la vida de aquel criollo nacido en Potosí y que según su tesis es el precursor de la independencia altoperuana. Obra madura. Gran obra, compuesta aún en la juventud de su autor, tiene el mérito de ser un auténtico código de conducta para las generaciones bolivianas, y es que esa es su intención, a partir de este libro, formar, contribuir, como hombre de letras y hombre público, a la formación de la nación boliviana. Es esta obra una enseñanza profunda de la renunciación, sí, porque es menester renunciar a muchas cosas para ser consecuente con una sola, con la mayor; y esa causa mayor de Alonso, “El Precursor”, es la redención de esos mitayos estoicos, vomitadores de sangre y de sudor, estoicos pero no por ello menos oprimidos, y en ese afán, al que consagra toda la vida y por el que inmola placeres y comodidad, Alonso entrega su cuello a la calcetera y es decapitado hacia 1625, en la Imperial Villa de Potosí. Todo esto está documentado. Allende el componente fantástico de la obra, lleva un fondo real y, en veces, también una forma real. Fechada en Berlín, 1939, porque creo que entonces Frontaura era Encargado de Negocios de Bolivia en la capital de Alemania.

“El Dictador Linares”. Tal es el título del gran ensayo que Frontaura consagra al primer Presidente civil de Bolivia. Tiene trascendencia esta obra, tiene importancia vital para la formación de una disciplina política, de la política como ejercicio del espíritu trabajado y cultivado. Así se construyó, ya lo comprobamos, la nación. Desde 1825 gobiernan Bolivia gentes de armas, en algunos casos guerreros civilizados como Sucre, el soldado filósofo, empero en otros –y no son pocos−, soldados tremebundos que piensan que por tener tropas a su mando son legítimamente capaces de mandar y mandonear en el país, todo lo cual lleva consecuencias funestas como un Melgarejo y un Tratado de 1866, germen de la pérdida (no absoluta), del litoral de Bolivia.

Linares, el legitimista. Ha nacido en Ticala, una finca condal en el departamento de Potosí. Ha conocido al virtuoso Sucre, y lo ha colaborado, como Tomás Frías, leal compañero de Linares, luego ministro del Dictador, y después Presidente de la República. Eran los primeros años de la República pródigos en asonadas y cuartelazos, con excepciones contadas, el más ortodoxo despotismo militar imperaba en la nación a la que Bolívar quiso dar, y se lo propuso, “la constitución más liberal del mundo”. Es posible que lo haya logrado en parte. Pero no sabía que sus sucesores iban a darse a la singular y nada provechosa tarea de dictar Constituciones como quien dicta Decretos. Producto de los cambios de Gobierno, a falta de un Parlamento digno de su institución, las asambleas expelían vastas Constituciones. Esto es grave, implica la ausencia de institucionalidad, de una consecuencia entre los principios estructurales y primeros de la República, con sus posteriores manejos. Linares lo sabía, como Diputado en la Asamblea de 1839, a la caída del Protector Santa Cruz, mientras otros prodigaban invectivas y cubrían de oprobios al otrora admirado Protector; Linares pronunciaba discursos, verdaderas catilinarias dignas de un Cicerón, en los que patentizaba la incoherencia e inconsecuencia de los representantes nacionales, y censuraba el caos que sitiaba a la joven República.

La Asamblea ratifica como Presidente al general José Miguel de Velasco, éste llama a Linares para que lo colabore en el Interior y en Relaciones Exteriores. El 10 de junio de 1841 Velasco es depuesto por Ágreda, que proclama a Santa Cruz, pero éste no puede volver a Bolivia. Entonces sobreviene la invasión de Gamarra, presidente del Perú, que quiere anexarse a Bolivia. Es derrotado en Viacha, en la batalla de Ingavi, y esto significa la definitiva independencia de Bolivia, la afirmación de la nación boliviana.

José Ballivián, caudillo de la insigne batalla, asume la Presidencia de la República. Entretanto Linares masculla sus ansias institucionalistas, anhela la estabilidad institucional del país, quiere extirpar la endemia muy boliviana de las revueltas y los motines.

“Una cosa es cierta para su cacumen –dice Frontaura−: Velasco es Presidente Constitucional, despojado de su mando por la fuerza; donde quiera que se encuentre, es y seguirá siendo Presidente Constitucional. Es el legitimista por excelencia, el enemigo de lo ilógico”.

Con la revolución de diciembre de 1847, Ballivián es derrocado por Belzu, y éste entrega el mando a Velasco. Linares, vuelto ya de Europa, marcha de La Paz a Sucre, a ponerse a órdenes de Velasco; entonces Linares, el 12 de octubre de 1848, asume la Presidencia de la República. A poco, Belzu, ministro de la Guerra, soliviantado por Casimiro Olañeta, según Frontaura, subvierte el orden y derrota a Velasco y a Linares en Yamparáez, asume la Presidencia.

Linares, a juicio de Frontaura, no tiene otro desvelo que el de instalar el régimen institucional en el país. A ello consagra los años de su vida. Conspira, sí, pero después de haber sido derrocado el gobierno elegido por una Asamblea Constituyente (un Parlamento de la época), y halla en ese motivo la legitimidad de su lucha. Está un día en el altiplano, otro en el valle, en la frontera del sud; tan pronto aparece en Cobija. ¡Cobija!, el litoral. Dice Manuel Frontaura en otro de sus libros: “Bolivia, la Bolivia de la meseta andina y del transcurrir inquieto, envía, casi anualmente, grupos de políticos caídos que hacen su cuartel general en Cobija. Y en Cobija la gente trabaja y conspira. Los gobiernos mandan guarniciones militares y autoridades, más para vigilar a los presuntos conspiradores que para sostener la soberanía nacional. No hay hombre público de alguna notoriedad que no haya llegado a Cobija, sea para esconderse, sea para complotar”. Hay, hay presencia de Bolivia en Cobija y en el resto del litoral.

El 9 de septiembre de 1857 Linares lanza su decreto-proclama, en Oruro. Es, por fin, el Presidente de la República, aunque autoproclamado, es el primer –exceptuando el interinato de Mariano Enrique Calvo− Presidente Civil de Bolivia.

Su gobierno es reformador por excelencia, moralista por antonomasia; tiene el mérito incalculable de intentar moralizar al país. Y en este objeto no pide ni da cuartel. Es severo, cierto, empero sienta un valioso precedente, inaugura una época, una manera de hacer política: la política de los civiles guiados por un ideal, concibe al Estado y su manejo no como simple negocio financiero que hay que administrar, sino como un hecho, ante todo y en primer lugar, moral, ético, filosófico, si cabe. Espiritual. No prioriza el manejo crematístico del Estado, sabe que el hilo conductor está en los individuos y en sus instituciones.

Limpia el Ejército, con decretos severos, establece la separación definitiva de los malos elementos uniformados. Es en esto implacable. Quiere depurar al Clero, ingresa en este sector de la sociedad con fuerza, impone medidas categóricas disponiendo la separación definitiva de los curas licenciosos. Esto le cuesta el echarse en su contra a varios elementos eclesiásticos.

Linares es, según Frontaura, el primer Presidente que para mientes en el indio, el primero que le presta su atención decidida. A este respecto, el biógrafo traza este cuadro:

“Las ciudades de Bolivia tienen –dice Frontaura−, en la época de Linares, un carácter blanco-mestizo, a diferencia de nuestras épocas, cuya fisonomía es casi completamente indo-mestiza. El caso se explica, porque los indios no han abandonado todavía sus campos y hogares para establecerse en las ciudades. Pero llegan diariamente a ellas, arriando sus borricos o llamas y conducen sus cosechas o mercancías agrícolas; llegan también los esclavos, “pongos” y “mitanis” que servirán de bestias domésticas de carga a los patrones o afincados que, cuando le sobra indios, los alquilan o los venden, niños todavía. Cuando en un cuartel se necesita barrer los corrales o limpiar las letrinas, salen dos o tres soldados y cogen, a empellones, a cuanto indio encuentran en las calles, les decomisan sus bestias y les pagan su servicio a puntapiés o latigazos”.

“El 18 de enero del 58 –prosigue más adelante Frontaura− dicta su primer decreto fundamental, ‘considerando que la clase indígena por su condición desvalida y por su falta de instrucción merece la protección inmediata del Gobierno’ establece el Protectorado del Ministerio Público en favor de los indígenas. El Fiscal General, los Fiscales de Distrito, los de Partido, Fiscales en los Tribunales y Juzgados donde ejercen sus funciones, están obligados a intervenir en todas las causas de los indígenas con otros individuos que no gocen de las mismas inmunidades de ellos, a protegerlos en nombre de la Ley contra los abusos de las autoridades, funcionarios públicos o particulares, tomando a su cargo la acción correspondiente ante el inmediato superior de la corporación o persona que cometa el abuso, hasta obtener reparación; los Jueces o Tribunales que conozcan de las causas en que intervenga un indio, no podrán fallarlas sin haber oído el Ministerio Público en las estaciones para la prueba y sentencia, so pena de nulidad. Se impone a los curas la obligación de leer y explicar a los indígenas en su idioma el texto del Decreto, y se responsabiliza a los jefes políticos de las provincias por la tolerancia con que encubrieran cualquier falta”.

“El mismo día –prosigue Frontaura−, también por Decreto, establece que los indígenas quedan libres de todo servicio forzado en favor de los funcionarios públicos, puesto que ‘la base de toda asociación política es la igualdad ante la Ley; que el servicio personal forzado que se exige a los indígenas por los funcionarios públicos es incompatible con esa igualdad y que en la distribución de los servicios públicos han sido injustamente recargados los indígenas’, ya que el Gobierno ‘desea levantar a esta desgraciada clase de la abyección a que se halla reducida y restablecer en estos individuos la dignidad del ciudadano’”.

“Bastará –repite Linares en julio del 58− bastará la más pequeña violencia por parte de un militar contra un indígena, para que aquél sea dado de baja y borrado de la lista”.

Mostrábase, pues, tenaz reformador, depurador de las instituciones nacionales, el Dictador Linares; empero un grave y grande error tuvo: gobernó sin Parlamento, y acaso, y demostrable es, por eso incurrió en graves errores que luego le costarían su caída. Frontaura cita un episodio trágico de la dictadura Linares:

“En la asonada del 10 de agosto del 58 no intervino la oposición política, no intervino la sociedad. Fue el gesto, audaz y aventurero del fraile Pórcel y de algunos desocupados de la plebe, todo precedido por un fallido golpe de cuartel. En la mañana de ese día, Linares, como de costumbre, despacha en el Palacio de Gobierno de La Paz. Da audiencia en ese momento al general Juan José Prudencio, héroe de Yanacocha, Ananta, Ninabamba y Yungay; es uno de los vencedores de Ingavi. Ballivianista decidido, luchó tenazmente contra Belzu. No se sabe a ciencia cierta para qué visita a Linares; parece que a reclamar el pago de sus letras de cuartel. Conversa Linares con el pundonoroso militar, cuando se oye que llegan a la plaza pública los gritos de la turbamulta; Linares, llevado de su carácter, quiere salir a uno de los balcones y Prudencio lo ataja con una mano mientras se asoma al balcón. Un tirador diestro, apostado especialmente para el caso, fulmina a Prudencio, de un tiro en pleno corazón. Su parecido físico con el Dictador le ha perdido. Al mismo tiempo el edecán Birbuet sale a uno de los balcones y es igualmente muerto de un certero balazo. Linares y su secretario Baptista reciben en sus brazos el cuerpo inánime del bravo Prudencio y la macabra equivocación le hiere en lo más profundo. Por eso, más que por la asonada que se le hace, castigará inexorablemente al autor de los dos crímenes. Todo lo que sigue después es harto conocido; sale la guardia de Palacio y dispersa en pocos minutos a la plebe; Linares, pálido y grave hace en seguida un recorrido por la ciudad y ordena que se instaure el proceso, dejando en absoluta libertad a los jueces para seguirlo. La culpabilidad del lego franciscano José Manuel Pórcel es clara, notoria. Se lo condena a muerte y el asunto llega al Consejo de Ministros, donde desde el virtuoso Frías hasta los demás miembros del gabinete, con excepción de Lucas Mendoza de la Tapia y la “inflautada” ocurrencia del Ministro de la Guerra, ratifican la sentencia. El Obispo de La Paz don Mariano Fernández de Córdova se ve obligado a degradar al reo para entregarlo al pelotón y la sentencia se ejecuta entre el llanto de las cholas de La Paz y el ceño fruncido del Dictador”.

Esto impele, inexorablemente, a evocar los sucesos que acaecerían casi 100 años después, cuando en 1944, en el régimen de Villarroel, son fusilados notables ciudadanos de la República, algunos extraídos del Parlamento. Cuando Tamayo, el gran tribuno, pronuncia su “gran discurso cristiano” y uno de los condenados al patíbulo, el general Félix Tabera, reconoce que con tal discurso el amauta, el achachila, el yatiri, había roto la cadena de varios otros ciudadanos que esperaban la fatal suerte de los finados en Chuspipata y Caracollo. Eso es capaz de hacer un Parlamento, tal es su trascendencia para la vida de un país.

Con todo, el gobierno de Linares fue mucho más respetuoso para con la vida de los ciudadanos que algunos otros de su época, excepción fue el caso de Pórcel, empero, a atenerse a los datos de Frontaura, Linares y su gabinete, a excepción de dos ministros, sólo ratificaron la sentencia.

Innegable es, empero, que el gran Dictador fue severo, inexorable en su tarea titánica de limpiar el país. Fue el comienzo de una manera de hacer política, y los alumbramientos de la historia suelen ser radicales, para después tomar o poder tomar un rumbo mejor. A Linares lo rodearon personas que luego serían políticos de fuste en Bolivia, verbigracia Tomás Frías, Evaristo Valle, Adolfo Ballivián, Mariano Baptista; los cuales constituirían los cimientos de la República como ideal político, con sus instituciones y lo que ellas significan. Todos ellos serían grandes oradores, tribunos, o sea, parlamentarios de talla. Iniciaron con su verbo esencial, una época de respetabilidad en la Asamblea Nacional, en el Poder Legislativo. Linares cayó, traicionado por Ruperto Fernández, quien fuera su ministro del Interior, y por Achá, su ministro de la Guerra; siempre conforme Frontaura. Su caída dejó a los hombres que él había forjado de alguna manera, a los antedichos, quienes repudiaron la dictadura en varias oportunidades; Linares, antes de caer, habría ordenado en gabinete y precisamente a su ministro Fernández, preparar un Decreto convocando a elecciones para constituir una Asamblea Nacional (Parlamento) y por ende, un Presidente Constitucional, producto de las deliberaciones de esa Asamblea. No se cumplió su cometido, a poco explotó la traición y fue un caído más en la historia política de Bolivia, retiróse de Palacio tranquilo, se refugió en casa patricia y marchó al destierro. Se instaló en el país un triunvirato conformado por los dos ministros traidores y un tercero que no recuerdo; Sánchez, nos dicen. Se constituyó después, la inevitable Asamblea Constituyente, el año 1861, a la que acuden los partidarios de Linares, renunciando a reivindicar el régimen caído por vía de la insurrección. Deciden, tal era el legado de Linares, tomar la vía constitucional y curar al país de las asonadas. Asisten a La Paz los insignes diputados, con el nombre de “rojos”, debido a la distinción que se les hiciera de otros que se sumaron al carro de la causa septembrista (la de Linares). Los “rojos” iban a fundar su partido, Frías lo haría, con el nombre de Constitucional. Algunos de los diputados a la Asamblea serían Tomás Frías, Adolfo Ballivián, Evaristo Valle, Antonio Quijarro, Agustín Aspiazu; de los partidarios de Linares, los constitucionalistas. Estos tienen el mérito, exótico en la historia política de Bolivia, de defender al caído y no atacarlo, ítem, algunos, estando el Dictador en el poder, lo censuraron, y estando caído, vilipendiado e injuriado, lo defendieron. Cosa grande.

Trascendental es el hecho de Frontaura al escribir su compacto ensayo “El Dictador Linares”; luego aquél repúblico, que no en vano fue Senador de la República, amén de otras dignidades políticas, nos daría, daría a la formación de esta nación boliviana que preciso es construir, acaso hoy más que nunca y no es hipérbole; obras de no menor cuantía, como “El Litoral de Bolivia”, ese libro, “Magna Opus” y “Monumenta Cartographica”, que los bolivianos sólo podremos agradecer recuperando para Bolivia y para las futuras generaciones, nuestro, compréndase, nuestro litoral. No cito las demás obras y notas de prensa de Frontaura por el limitado espacio con que se cuenta en un diario.

Linares perecería en octubre de 1861, en el destierro, enfermo y pobre de bienes de este mundo, pero acompañado por otro de sus leales partidarios: Baptista.

Para terminar este bosquejo, he de citar a Frontaura, que en el crepúsculo de su brillante vida escribía:

“Yo intento, con la menuda autoridad que me dan mis largos y honrados años de servicio al país como publicista, y con la grave autoridad que me concede el ocaso de una vida en la que jamás inferí perjuicio alguno a mi patria ni a mis semejantes, seguir el noble ejemplo de José María Santiváñez, autor de “Vida del General José Ballivián”; de Luis Paz en la “Biografía de Don Mariano Baptista”; de Jaime Mendoza en su obra “Gregorio Pacheco”; de Ignacio Prudencio Bustillo en “La Vida y Obra de Aniceto Arce”; de José Carrasco en la “Biografía de don Venancio Jiménez”; de Casto Rojas en “El Doctor Montes y la Política Liberal”; de Adolfo Costa Du Rels en “Félix Avelino Aramayo”; de Fernando Diez de Medina en sus obras “Tamayo, el Hechicero del Ande” y “Barrientos, el General del Pueblo”; David Alvéstegui en su monumental historia sobre Salamanca; Aramayo Alzérreca en su ensayo sobre Bautista Saavedra, o de Aquiles Vergara Vicuña en “Bernardino Bilbao Rioja Vida y Hechos”, de Benigno Carrasco, en su “Biografía de Hernando Siles”; Manuel Carrasco en “Simón I. Patiño” y de tantos otros que han querido demostrar con el aliento de su elevada pluma, que no todo es malo y condenable en los hombres; que si bien los hombres públicos se disponen por su propia voluntad y por su espíritu de servicio público a arrostrar las obscuras tormentas del odio y la incomprensión cuando les cupo actuar, la posteridad tiene el deber de contrarrestar la furia de estas tormentas, poniendo un bálsamo de comprensión entre los servidores públicos y su pueblo”.

Fuente: La Patria
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