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Domingo 15 de abril de 2012

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Revista Dominical

El último pijcheo

15 abr 2012

Fuente: La Patria

Por: Víctor Montoya - Escritor boliviano radicado en Estocolmo

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El minero, tras andar agazapado bajo las bóvedas del rajo, saltando profundos buzones y eludiendo las salientes de las rocas, llegó a la galería del Tío, la imagen diabólica del espíritu protector de la mina. Se sentó sobre el callapo, testigo mudo de los sufrimientos y las leyendas que encierran los socavones de la montaña, y sacó su ch’uspa de coca para pijchar por última vez.

El Tío, acostumbrado a vivir entre galerías húmedas y oscuros pasadizos, con temperaturas frías y temperaturas sofocantes, lo miró en silencio pero atento a lo que hacía. El minero, consciente de que no podía empezar a pijchar sin antes tributarle al soberano de las tinieblas, arrojó un puñado de hojas de coca al pie de su trono, ch’alló la galería y encendió dos k’uyunas con la misma cerilla; uno para él y otro para ofrecérselo al Tío, quien no consumía las hojas de coca para atenuar los efectos de la altura y el aire enrarecido en la galería, sino para acompañar a los mineros que necesitaban confesarle sus penas y alegrías.

El minero aspiró el humo del k’uyuna y tosió como si se desgarraran sus pulmones, sorbió un trago de quemapecho y éste se le endulzó en la boca, lo mismo que el akullico que mantenía entre los molares y la mejilla. No pensó en nada. Se mantuvo tranquilo y en silencio, hasta que de súbito, sin atinar siquiera a comprender lo que sucedía, vio que el Tío se iluminó como una lámpara encendida. Entonces, sólo entonces, aterrado por la imagen diabólica que lo miraba sonriente, se levantó de un salto y se aprestó a salir de la galería; pero el Tío lo atrapó con sus garras y, con una voz que parecía salir desde el fondo de la montaña, le dijo:

— ¡Quédate! No tengas miedo…

El minero, que por un instante parecía haber perdido el alma, volvió a sentarse sobre el callapo, los nervios en tensión y los pelos de punta.

— Cálmate — le dijo—. Sé que ésta es la última vez que vienes a pijchar en mi galería.

El minero se quedó mirándolo de punta a punta. Era la primera vez que el Tío se movía y hablaba con propiedades humanas.

— Lo que más me duele es que soy el último de los últimos mineros que han quedado en el campamento, donde los techos de calamina, en las noches de frío y ventarrón, parecen fantasmas clamando sus ayes de dolor — explicó el minero, intentando desahogar las penas de su corazón—. Ahora comprendo mejor que todo lo que un día tiene un principio, otro día está condenado a tener su final..., un final que de seguro está ya escrito en las hojas de la coca, porque todo lo que un día nos da la Pachamama, otro día nos lo quita el destino...

El Tío echó una bocanada de humo, reacomodándose en su trono labrado entre las rocas de la galería. Se llevó las manos a la nuca y, mirándolo como si se lo tragara con los ojos, preguntó:

— Y ahora que han cerrado las minas, ¿de qué te sirvieron tus ruegos a Dios y a la Virgen del Socavón?

El minero, cuya fisonomía era distinta a la del indígena de tierra adentro, se quedó callado y pensativo; tenía la barba crecida, los ojos claros y la piel endurecida por las inclemencias del altiplano. Escupió una saliva verdosa cerca de sus botas de agua, enderezó la espalda, levantó la mirada, enseñó los dientes manchados por las hojas de coca y contestó:

— No todos mis ruegos han sido escuchados ni todos mis deseos se han cumplido. Mis sueños se han tornado en pesadillas y mi vida está condenada a terminar entre quienes dejaron sus pulmones en las entrañas de la tierra…

El Tío le escuchó atento, los ojos llameantes y las orejas en punta, como quien trata de interpretar las palabras del viento, hasta cuando el minero, que parecía haber terminado de pijchar, quiso levantarse del callapo. Entonces el Tío se incorporó de su trono, lo abordó por la espalda y le dijo en tono suplicante:

— No me abandones. Si contigo entré en los socavones, contigo quiero irme. Soy tu hechura y formo parte de tu vida.

— Eso no es cierto — negó el minero, enfrentándose al Tío cara a cara—. No te hice a mi imagen y semejanza. Tú, que fuiste derrotado por el arcángel San Miguel y condenado a vagar entre las llamas del infierno, llegaste a las minas una noche de tormenta, acompañado por Juan del Valle, el prospector de la Corona española que quiso encontrar los mismos filones de plata que otros explotaban a manos llenas en el Cerro Rico de Potosí. Trescientos años más tarde, tú, abandonado por el conquistador a tu suerte, te convertiste en el Tío de las minas y los mineros…

— Eso tampoco es cierto — replicó el Tío, pijchando hojas de coca y haciendo chispear la brasa del k’uyuna en la boca—. No soy un diablo traído en las carabelas de los conquistadores, sino la deidad sagrada y mitológica de los urus, entre quienes cuidé de los animales silvestres desde los albores del Mundo, hasta que cierto día, al enterarme que los hombres me dieron la espalda para adorar a otro dios más luminoso y poderoso, opté por vengarme de la traición acumulando el fuego volcánico de las montañas, en cuyas entrañas atronaron voces más fuertes que los truenos. Me cargué de coraje y de un solo resoplido elevé huracanes de fuego y humo por los cielos. Pero el dios Inti, que tenía más luminosidad que todos los fuegos juntos, resistió a mi embestida, despejó los humos asfixiantes con su brillo y volvió a iluminar el cielo y la tierra de los urus, devolviéndoles el amor y la calma. Mas como soy un ser vengativo, que no soporta la traición ni el olvido, decidí castigar de la manera más cruel a los descendientes de los hombres que moldeé en arcilla a orillas del lago Uru-Uru. Así, remontado en cólera y dispuesto a vengar mi honor herido, envié una enorme serpiente por los cerros de la zona Sur; por las serranías de Kala-Kala, un lagarto con proporciones de dragón; por las pampas del Este, millares de hormigas voraces; y por la región Norte, un sapo gigantesco y terrible. Eran las cuatro plagas, como los jinetes del Apocalipsis, dispuestos a cumplir con el holocausto del que no se salvaría nadie. En ese trance apareció la ñusta Anti-Wara, encandilada como una flor hecha de fuego y de nácar, sin explicar de dónde venía ni cuáles intenciones tenía; llevaba en la cabeza una diadema de arco iris, y en la mano una espada como símbolo de justicia; era blanca y esbelta; tenía los cabellos recogidos en trenzas y la almilla ceñida por una aureola luminosa que desprendía aspas bajo la luz de la luna. Su poder era tan grande y temible que, lanzando rayos mortíferos con su espada, convirtió a los animales feroces en piedras y a las hormigas en arena; a la serpiente, que reptaba sobre los cerros extendidos a lo largo de Vinto y Chiripujio, la partió de un solo tajo, confundiendo su cuerpo con las peñas y colinas; al lagarto, que avanzaba azotando el aire con su cola de saurio y devorando con avidez los sembradíos y ganados, le arrancó la cabeza del cuerpo y con su sangre formó la laguna de Kala-Kala, que todavía hoy, a una hora determinada del atardecer, se torna rojiza ante las miradas atónitas de los pobladores; al sapo de cuerpo ventrudo y escamoso, que daba saltos arrasando todo cuanto encontraba a su paso, lo mató con una honda cuya piedra se le clavó en el pescuezo como el pedernal de una lanza; a las hormigas, que parecían hervir en un hormiguero cerca del río Tagarete, las trocó en arenas y las esparció en la pampa cual dunas arremolinadas por las corrientes del viento…

— Es decir, ¿las cuatro plagas fueron vencidas por los poderes divinos de la ñusta Anti-Wara? — preguntó el minero, maravillado por el relato fantástico del Tío.

— Así es, qhoya loco — contestó con un suspiro que le penetró en el alma—. Muertos mis aliados, no tuve más remedio que esconderme en las entrañas de la montaña, para evitar que la flamígera espada de la ñusta Anti-Wara me fulminara el cuerpo. Desde entonces, como un monstruo despreciado por la luz solar, habito en las entrañas de la cordillera andina, donde los mineros me ayudaron a construir mi reino en medio de la oscuridad y el silencio…

— ¿O sea que tú eras Huari, el dios mitológico de los urus?

— Así es, qhoya loco — contestó hinchando el pecho con cierto aire de orgullo y añoranza—. De dios protector de los urus y los rebaños silvestres, me he convertido en el Supay protector y benefactor de los mineros, quienes, merced a sus supersticiones y creencias pagano-religiosas, me confunden con Lucifer y con la deidad protectora de las riquezas de la mina, donde me tratan con temor, cariño y respeto.

El minero clavó la mirada en el suelo y siguió pijchando las hojas de coca, mientras el akullico, que parecía un puño encajado entre sus molares y su mejilla derecha, empezaba a mezclarse con la lejía y la saliva, para luego destilar su jugo estimulante y penetrar en la sangre a través de las membranas mucosas de la boca, dándole una sensación de bienestar y permitiéndole aliviar el sueño, la sed y el hambre. Pasado un tiempo, el minero volvió a levantar la mirada, escupió una saliva verdosa con la destreza de una llama y preguntó:

— ¿Y desde cuándo te llaman Tío?

— Desde cuando los primeros mineros entraron en mi humeante cueva, horadando las rocas como topos humanos. Aquí me encontraron transformado en roca de la roca, en polvo del polvo y en barro del barro. Pero como ellos tenían miedo a la oscuridad y el silencio, y cargaban ya en su mente las imágenes demoníacas que les inculcaron los hombres blancos, reconstruyeron mi imagen en cuarzo y barro mineralizado, dándome formas desproporcionadas y terroríficas. Me pusieron ojos de cristal, cachos de macho cabrío, orejas largas, nariz horrible, dientes sobrenaturales y un enorme pene para penetrar las rocas y reventar las vetas. A mí, que era bello y sumiso como la vicuña, me hicieron feo y feroz como el diablo del infierno. Me bautizaron con el nombre de Tío y empezaron a rendirme tributos y pleitesía.

— ¿Y por qué? — indagó el minero, mirándolo de reojo y metiéndose una hoja de coca en la boca.

— ¿Cómo que por qué, carajo?— se enojó el Tío, acercando sus ojos hacia los ojos del minero y levantando la voz que resopló en la galería—. Me rinden tributo porque soy el amo y señor de los recintos de la oscuridad y de las riquezas minerales que encierra el subsuelo. Soy uno de los espíritus masculinos de la fertilidad que fecunda a la Pachamama. Puedo ser dadivoso con quienes me rinden pleitesía con sumisión y respeto, y puedo ser cruel con quienes me ignoran y no cumplen sus obligaciones conmigo. Así, cuando tengo hambre, si no me ofrendan sangre de llamas, corderos y gallos sacrificados, siempre me trago a uno de los mineros para saciar mi hambre y me bebo su sangre para aplacar mi sed… El pijcheo del primer viernes de cada mes, como tú bien sabes, es una vieja costumbre a través de la cual se le rinde honor a la Pachamama, la diosa andina de la tierra; pero también es una forma de tributar alimentos a mi persona, porque soy dios y diablo al mismo tiempo, y el único dueño de las vetas que los mineros explotan en mis galerías. El pijcheo es una forma de congraciarse conmigo, a fin de que los proteja de las enfermedades y los ampare de los peligros… Ya sé que por ahí cuentan la leyenda de que las hojas de la coca son los residuos de una doncella presumida, quien solía burlarse del amor de los hombres incautos a poco de ofrecerles su cuerpo y sus encantos, hasta que los yatiris y amautas del incario, en su afán de evitar que los hombres perdieran la cabeza y se quitaran la vida lanzándose al precipicio, solicitaron la muerte de la doncella, cuyo cuerpo fue seccionado y enterrado en los descuelgues del macizo andino. En esos mismos lugares, donde fueron enterrados sus despojos, brotaron los arbustos verdes, que tenían la propiedad de adormecer la mente de los hombres, saciar a los hambrientos, dar fuerza a los cansados y hacer olvidar sus miserias a los desdichados. Así es como los hijos del Sol, considerándola hoja prodigiosa y sagrada, empezaron a masticar y extraer el jugo de la coca, no sólo con fines medicinales, sino también con el propósito de rendirle culto a la Pachamama, quien tuvo la gracia de trocar el cuerpo de la doncella en un prodigioso arbusto. Durante la Colonia, el pijcheo, que comenzó como un acto sagrado entre los incas, se generalizó entre los mitayos que trabajaban en la explotación de las minas, una tradición que se ha conservado hasta nuestros días, debido a que los mineros que mastican hojas de coca rinden más y comen menos...

— Así es, querido Tío — dijo el minero, manteniendo la distancia y el respeto que siempre le ha tenido—. Tú eres el dueño y señor de las riquezas minerales encerradas en los socavones, por eso te rendimos culto y tributo, pijchando hojas de coca y ch’allándote con botellas de quemapecho. Dos veces al año, a principios de febrero y agosto, meses del diablo, preparamos convites especiales en tu honor, ofrendándote, además de coca, alcohol y k’uyunas, la sangre de una llama blanca sacrificada en la wilancha. La ceremonia se realiza a la entrada del socavón. La tierra, en el lugar de mayor tránsito, en el sitio donde fue hollada y violada por el hombre, recibe ofrendas líquidas y sólidas para calmar tu ira y la ira de la Pachamama. Se pijcha y se procede a la ch’alla, rompiendo botellas de quemapecho. Asimismo se t’inkancha con serpentinas y mixturas la achura, las vetas, los parajes, las herramientas, tu cuerpo y tu trono, sin dejar de agradecer a la Pachamama, quien nos alimenta con los frutos de su vientre. Al final de la ceremonia, luego de quemar los huesos de la llama y aventar sus cenizas hacia donde moran los mallkus de las montañas, se saborean las delicias del qaraku, en medio de un ámbito saturado por el humo de la q’oa. Al salir de la mina, como es de tu conocimiento y consentimiento, nos entregamos desenfrenadamente a la fiesta, en la que se baila y canta al ritmo de sicus, zampoñas y tambores, acompañados de ingentes cantidades de quemapecho, porque el alcohol, aparte de ser un medio de enlace entre las fuerzas divinas y terrenales, es una bebida espirituosa que tiene el poder y la magia de mostrarnos otro mundo distinto del que vemos cada día.

El Tío se paseaba por la galería, muy cerca de su trono, haciendo tric-trac con sus pezuñas que rozaban sobre el ripio, mientras el minero, el k’uyuna en la boca y la ch’uspa de coca en la mano, lo miraba de cuerpo entero, iluminado por esa imagen diabólica que lo impactó desde el primer día. El Tío estaba igual que siempre: las orejas largas y puntiagudas, los cachos crecidos sobre la frente, la nariz retorcida, los ojos saltones, las garras de felino y el pene grande y erecto.

El minero siguió sentado sobre el callapo, sin premuras ni obligaciones laborales. Al fin y al cabo, era la última vez que estaba con el Tío y la última vez que pijchaba en esa galería, donde los mineros dejaron sus pulmones y su vida. El Tío, oscilando como el cabo de una vela y haciendo crujir las afiladas garras de sus dedos, se acercó hacia el minero, y éste le disparó la pregunta:

— ¿Por qué no permites que las mujeres entren en tu cueva? ¿Será porque fuiste vencido por la ñusta Anti-Wara, quien, además de parecerse a la Virgen del Socavón, convirtió en piedra a la serpiente, al lagarto, al sapo y a las hormigas?

— No es por eso —contestó el Tío, volviéndose a sentar en su trono—. No las dejo entrar por temor a que sus menstruaciones hagan desaparecer las vetas y para evitar que la Chinasupay se me arrebate en una tormenta de celos.

El minero se quedó pensativo, como poniendo en duda las palabras, pues sabía que el Tío gustaba de las doncellas del campamento, y conocía sus andanzas y aventuras amorosas, a cuan más osadas y despiadadas.

— Ahora que estamos solos, hablando en intimidad de tus orígenes y de las ceremonias rituales, quisiera saber cómo y cuándo haces el amor con la Chinasupay, si siempre que entró en tu galería estás solo, como meditando en tu trono...

— ¡Deja ya de preguntar, carajo! — exclamó el Tío. Frunció el ceño y enseñó los colmillos, mientras el humo del k’uyuna le cubría la parte superior del rostro.

El minero, de puro susto, amarró su ch’uspa y encorchó su botella de quemapecho. Se levantó del callapo, consciente de que él y el Tío eran los últimos que habían quedado en medio del laberinto de las galerías. Quiso despedirse amigablemente, pero el Tío lo agarró por los brazos y, suplicándole con gran dolor y lágrimas, le dijo:

— Llévame ahora contigo. No quiero volver a ser roca de la roca, polvo del polvo ni barro del barro...

El minero, aunque compartía el dolor del Tío, como si fuese su propio dolor, se inclinó hacia atrás y balbuceó:

— Si la mina es tu reino y tu dominio, ¿por qué quieres irte ahora conmigo?

El Tío, cuya imagen era proyectada contra las rocas por la luz de la lámpara, lo miró haciendo rotar sus ojos de cristal. Escupió la colilla del k’uyuna y dijo a voz en grito:

— ¿No te das cuenta que estás poseído, carajo? ¿Que estoy encarnado en tu cuerpo, que formo parte de tu sangre y de tus huesos?...

El minero quedó estupefacto. Se retiró asaltado por el pánico y abandonó la galería, sin volver la mirada hacia donde estaba el trono del Tío, quien, por última vez, soltó una carcajada diabólica que de a poco se fue tornando en el tañido de un llanto.

Fuente: La Patria
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