Viernes 18 de junio de 2021

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Hablar de oro es siempre alucinante y como anotaba en uno de mis escritos el brillo de este metal fue “la primera locura del hombre” (Plinio el Viejo en Naturalis, 79 AD), inspiró las más arriesgadas expediciones y es el metal más buscado desde tiempos inmemoriales. Por otra parte hay un dicho popular que circula entre los exploradores: “el oro no es del que lo busca, sino del que lo encuentra”; siempre hay un halo de misterio en todo lo que se refiere a este metal. ¿Por qué vuelvo a citar estas frases en esta columna? En el país hay un debate sobre los yacimientos aluviales de oro del noreste del país, su manejo arbitrario para decir lo menos, sobre el contrabando, informalidad e ilegalidad que campean en las faenas mineras y en la cadena de comercialización del metal; aspectos que he tocado desde años atrás en esta columna y en otros escritos y como geólogo, desde los albores de la exploración moderna de los años 70 y 80 en la que participe, especialmente aquella de los años 80 cuando como Director de Exploraciones de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL) dirigí, entre otros, un proyecto de exploración de oro en el Noreste que tenía la ayuda del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y que se frustró alrededor de 1985 cuando la inestabilidad política instaló en el país un gobierno de tinte “neoliberal” que terminó con este y con otros programas estatales de exploración minera y abrió el país y la corporación al capital privado nacional y transnacional. Al margen de afinidades políticas o juicios de valor al respecto, la nueva etapa, como todas en el vaivén de políticas contradictorias a lo largo de la historia del país, generó resultados positivos y también negativos, que no son tema de esta columna. Lo que quiero “remarcar” es el efecto negativo de este vaivén, cuando de desarrollar proyectos mineros se trata.