Llegué a lo que fue la Unión Soviética un 25 de septiembre de 1982. El aeropuerto de Sheremetievo me acogió en su grandeza. Me impresionó el orgullo de ese país, sus edificios y avenidas enormes, bien construidas. Allá no existía el “bacheo” tan común en nuestro país y que lo denigra.
No tenía lugar la superabundancia de algunos productos alimenticios, la carne de res era escasa, pero la leche y el queso no faltaban. El pan resultaba infaltable. Los pescados abundaban y el pollo tenía una presencia notable.
La ropa no era muy fina, pero los soviéticos se abrigaban muy bien en las rígidas condiciones del invierno eslavo. Yo comía el “borsh ucraniano y los pilmienis rusos”, además de una comida georgiana hecha sopa condimentada con mucha carne y frijoles. Me agradaba sobremanera, era una especie de guiso muy líquido. ¡Y qué decir de los pasteles!: un lujo ruso y ucraniano, además de los chocolates.
Era lindo, y hermoso, pasear por las calles de las ciudades soviéticas: Moscú, Kiev, Minsk, Leningrado, Lvov, Riga, Tallin, Vilna, Yereván, Stalingrado. La historia la aprendí a partir del análisis de hechos fácticos, no de epopeyas, a raíz de sus sufrimientos y realizaciones complicadas. Sus áreas verdes, parques, y sus monumentos, eran expresión de un pueblo trabajador y sacrificado. En seis años de estudio nunca me sentí sólo y abandonado. La calidez de los pueblos ruso y ucraniano me acompañó en toda mis estancia. Solamente al final sufrí una suerte de nacionalismo filofascista en la tierra ucraniana.
Y sus museos, especialmente el “Hermitage” de Leningrado, hoy San Petersburgo por un 51 % de votos irreflexivos, destacaban el lustre de una cultura mayor, la que se definía en el viaje en tren a Siberia. Los soviéticos siempre llevaban comida en sus alforjas, y bebida, e invitaban al raro visitante de Latinoamérica. Lo hacían de una manera hospitalaria y proverbial. ¡Qué hermoso! Me deleitaba profundamente con sus embutidos caseros, con su pan negro de centeno, sus tomates y el riquísimo pepino. Su crema de leche llamada “smetana” era genial y su “kefir” (leche agria) nutría plenamente.
En 1985 tuve la oportunidad de acercarme al Circo de Moscú con sus figuras intensamente decoradas. Y después llegué al Mar Báltico de Leningrado, con su gris infinito, además del Mar Negro con su azul prodigioso y enclavado en un fenómeno geológico que tiene historia: las civilizaciones de antes de Cristo navegaron sobre sus aguas. Llegué a Alushta, un balneario notable que bajaba placenteramente desde unas bellas colinas hasta el mar bello.
En la ex Unión Soviética, (en Lvov, Stalingrado y Vólogda), desempeñé funciones como albañil, cargador, carpintero y obrero de cerámicas en las vacaciones de verano. Siempre hubo colocaciones razonables que generaban el empleo pleno, cosa que no sucede en Bolivia con un 50% de ocupación irregular o ninguna y en la Madre Patria (España, con un 25% de desempleo). Y de Grecia, Portugal o Irlanda ni hablar.
Así pasó mi vida entre 1982 y 1988, siempre agradecido a un pueblo que me acogió con grandeza y me hizo digno. Las mentiras que se mencionan sobre su historia se destruyen en el lodo de la ignominia. Solamente la objetividad nos puede ayudar a encontrar la verdad, en la esencia de lo que significó vivir como ser humano.
(*) Politólogo
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