“Jesús dando una gran voz, expiró. Entonces el velo del templo se rasgó en dos” (Mt.15:37-38) Todo había acabado, todo estaba consumado. Jesús cumplió el designio de Dios, entregó su vida para salvar del pecado a la humanidad.
Es la consumación de una vida, pasión y muerte que se revive cada año en el recuerdo del mundo cristiano reavivando su fe y agrandando la esperanza del reencuentro en el Reino de Dios, cuando se cumpla el juicio final.
Los hechos que conocemos a través de la historia nos muestran una serie de facetas importantes, algunas que se no se conocen plenamente como la fecha exacta del nacimiento de Jesús, ni el de su muerte 33 años después, sin embargo en ambos casos, con la mayor aproximación a lo que aconteció, toda la humanidad celebra esos acontecimientos con fe y esperanza, con plena conciencia de reconocimiento a la pasión de un hombre, el Hijo de Dios, que tenía marcado su destino para morir en la cruz y al tercer día resucitar y elevarse al cielo venciendo a la muerte, después de cumplir su sacrificio.
La vida en común está hecha de sacrificios, de dolor, pero en ningún caso comparable con la dolorosa pasión y la espantosa muerte en crucifixión, con una responsabilidad sobrenatural de borrar con ese acto los pecados de los miles de incrédulos u otros tantos de sus seguidores que creen en la resurrección y por efecto de la fe pueden enfrentar los males terrenales.
Ahora han cambiado ciertas cosas y a título de políticas abiertas, se pretende torcer la voluntad de la gente, más la fuerza de la creencia en un Ser Supremo se acrecienta y se afirma en la conciencia de quienes saben que no se puede avanzar si no hay un objetivo supremo que es más fuerte que cualquier idea creada en la inconciencia del hombre sin conciencia.
Corresponde a los católicos rememorar los días de dolor en una semana que desde que ocurrieron los hechos se convierte en la Semana Santa, ese tiempo en que debemos meditar sobre el sacrificio del Hijo de Dios, pero también en lo que significó la decisión del Padre y la ascensión del Espíritu Santo a la gloria de la Eternidad, no podía ser de otra manera, los tres son uno en la fe inquebrantable de la humanidad.
Este es un tiempo en que hay que profundizar el mensaje de Cristo a través de su vida, pasión y muerte, entendiendo que si bien el nacimiento de Jesús es ya un signo de importancia, no es menos y es de más significación la consumación de su obra redentora.
Jesús obedeció la voluntad de su Padre, que “de tal manera amó al mundo” que lo dio en holocausto para que todo aquel que en Él cree, no se pierda y tenga vida eterna.
Este es el tiempo de la verdadera reflexión, de encontrarnos en la disyuntiva de seguir acrecentando nuestra fe y esperanza, pidiendo al Supremo Hacedor que nos proporcione trabajo, paz y amor, justicia y libertad o permitir que los falsos ídolos impongan sus ideas y alteren nuestros derechos, nuestra conciencia y nuestra libertad.
Cristo hecho hombre nos muestra que su triunfo no fue simplemente nacer, sino morir y resucitar para no morir jamás.
Fuente: La Patria
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