El Jueves Santo conmemoramos la Última Cena de Jesús con sus discípulos, en ella el Señor instituyó el sacramento de la Eucaristía, “sacrificio de alabanza” (Hch 13, 15), que actualiza el único Sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; sacrificio espiritual, sacrificio puro y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza, porque “cuantas veces se renueva sobre el altar el sacrificio de la Cruz, es que nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolado” (1Cor 5, 7). “En este sacrificio de acción de gracias, de propiciación, de impetración y de alabanza los fieles participan con mayor plenitud cuando no sólo ofrecen al Padre con todo su corazón, en unión con el sacerdote, la sagrada víctima, y, en ella, se ofrecen a sí mismos, sino que también reciben la misma víctima en el sacramento” (Eucharisticum mysterium, 3).
Quien pertenecía al Pueblo Escogido de Israel estaba compenetrado de su deber personal de ofrecer a Yavé un corazón reverente, acto que suponía un sacrificio de la voluntad a favor de Dios. Además, según las épocas litúrgicas ofrecía sacrificios de animales o de ofrendas para el servicio del altar.
Y para que Yavé tuviera permanentemente un acto de adoración y de sumisión, de gratitud y de solicitud de perdón, había encomendado a Moisés la organización de lo que se llama “sacrificio perpetuo” (cf. Ex 29, 38-40).
Era una lección para todos los habitantes de Israel: quienes pudieran asistir a la solemne liturgia, se percataban de que las exigencias de Yavé resultaban mínimas para tan gran Dios, y aprendían el valor de sumisión y de adoración a Dios, a quien poco le importaban las víctimas sacrificadas sino que buscaba el corazón de quienes ofrecían el sacrificio. Y a quienes no pudieran estar presentes, desde el campo en el que trabajaban, y sobre las olas del lago en que faenaban, tendían su mirada y su devoción hacia el Templo para estar presentes en espíritu al sacrificio. Las horas estaban señaladas y respetadas, el israelita piadoso las recordaría para unirse desde lejos a la alabanza divina.
El sacrifico perpetuo exigía su preparación: el sacerdote tomaba algunas brasas del altar de los holocaustos, penetraba en el lugar santo, donde se situaban el altar del incienso, los panes de la proposición y los candelabros. Colocaba cuidadosamente las brasas sobre el altar y depositaba sobre ellas el incienso cuyas volutas y cuyo perfume se extendían a través del Templo. Era el acto vespertino que realizaba Zacarías, el padre de Juan Bautista cuando se le apareció el ángel que le dio la noticia de que su estéril esposa sería madre de un niño (Lc 1, 8-22).
La minuciosidad con que Moisés transcribe el mandato de Yavé revela la justa exigencia divina de que el Pueblo Escogido tuviera un contacto permanente con su Dios, a quien reconocería por su Creador; al mismo tiempo que señalaba la preocupación permanente de cualquier buen judío de buscar una presencia activa de Dios aún en medio de sus más preocupantes ocupaciones. Las indicaciones precisas de Yavé desean alcanzar un clima humano y social en el que destaque la majestad divina que anhela dirigir a su pueblo y librarle de todos los males, y el cuidado de que sus hijos no se dejarán seducir por los ídolos de madera y de piedra “que tienen ojos y no ven, tienen orejas y no oyen, tienen labios y no hablan”.
El capítulo 29 del Éxodo, digno de leerse con la máxima atención, por la exactitud de señalar las diligencias y los detalles más insignificantes, que eran importantes cuando se dirigían a Dios, finaliza con esta afirmación de Yavé que explica todo el sentido de la liturgia y del sacrificio perpetuo:
“Habitaré entre los hijos de Israel y seré su Dios, y sabrán que yo soy Yavé, su Dios, que los saqué de Egipto para morar entre ellos. Yo, Yavé, seré su Dios” (29, 45-46).
Cuando en el año 70 DC los romanos dejaron en ruinas Israel y su Templo, Rabí Ismael, entonces famoso líder “escribió minuciosamente en detalle de los ritos del sacrificio perpetuo y todas las ceremonias de manera que quedara asegurada la exactitud de la restauración del día del retorno”.
Pero ya no había necesidad del sacrificio -la diaria inmolación de animales-, ni del Templo, porque cuando llegó el Mesías, en Él se cumplieron todas las profecías. Completó la Ley antigua y promulgó la nueva doctrina. Los judíos no tienen sacrificio ni lo volverán a tener. La Ley antigua finalizó sobre el Calvario, la nueva Ley con su sacrificio es la mayor y más ordenada realización. El Calvario y su continuación en la Misa, perfeccionaron y terminaron al sacrificio antiguo.
El Concilio de Trento atestigua el valor del “sacrificio verdadero y único de la Eucaristía”: “En la Misa se ofrece a Dios un sacrificio verdadero y auténtico”, y, “lo que se ofrece es Cristo que se nos da en alimento” (Cf can. 1, DS 1751). “El sacrificio de la Misa no es sólo un sacrificio de alabanza y de acción de gracias, ni sólo una mera conmemoración del sacrificio realizado en la Cruz, sino un sacrificio propiciatorio” (cf. Can. 3, DS 1753).
El mismo concilio recurre al testimonio de la Escritura: “Durante la Última Cena, la noche en que fue entregado, quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible, como exige la naturaleza humana, en el cual estuviera representado el sacrificio cruento que había de cumplirse de una vez para siempre en la Cruz, y cuya memoria se perpetuará hasta el fin de los siglos (1 Cor 11, 23s)” (DS 1740).
Santo Tomás de Aquino, en el Tantum Ergo, lo resume así: “Veneremos, pues, inclinados tan gran Sacramento y la antigua figura ceda el puesto al nuevo rito”.
(*) Director Nacional Pioneros de Abstinencia Total
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