Con la fuerza cuantitativa del voto el MAS no necesita el apoyo ni el rechazo de la oposición, la puede ignorar sin problemas y sin consecuencias. De hecho es eso lo que está ocurriendo en la Asamblea Legislativa Plurinacional. Con sus dos tercios a la mano, la bancada oficialista siempre tiene las de ganar, y la oposición siempre las de perder. Ésta ya ni siquiera debería llamarse oposición. Su existencia es nula.
En una democracia es natural que hayan mayorías y minorías, justamente el equilibrio necesario se da en ese tipo de relación eventualmente desigual. Las minorías para ser una oposición efectiva deben ejercer su papel con el respaldo de algún poder; no pueden estar desprovistos de él, porque entonces dejan de ser oposición.
Esa situación se da cuando el Parlamento funciona por lo menos con relativa independencia; cuando por sí mismo es capaz de tomar decisiones aun diferentes a las consignas subterráneas. Las minorías cobran vigencia con otros recursos de gran significación moral, como los principios y los valores. La mayoría, por más mayoría que sea, no puede sobreponerse a aquellos; tendría que reconocerlos más bien como pilares básicos de la democracia.
¿Pero qué pasa cuando la Asamblea no es sino un apéndice del Poder Ejecutivo, como es la dura realidad de hoy en Bolivia? Paradójicamente, es el mecanismo de la democracia electoral el que le ha otorgado el poder de los dos tercios, lo cual le permite actuar incluso al margen de la CPE. La instancia superior a la que está supeditada no es la Constitución sino el Órgano Ejecutivo. Para ser lo que idealmente quisiéramos que fuese, sería necesaria una transformación cualitativa profunda. Los parlamentarios tendrían que dejar de ser los “levantamanos” o los convidados de piedra y actuar con personalidad propia. Hoy por hoy – tal como son- constituyen la dictadura del “número”.
Y la oposición, ¿qué es? No es nada; no significa nada. Su palabra se ahoga fácilmente en la vocinglería de la masa; sus reflexiones, sus denuncias, sus protestas son golpes de aire; su presencia es inútil e irrelevante. Da lo mismo que esté o no esté presente a la hora de las decisiones; sólo sirve para el simulacro, para que el oficialismo diga que “después de amplio debate” se ha aprobado tal ley.
Su papel de relleno es indecoroso. Con un alto sentido de dignidad, su renuncia colectiva se habría producido al día siguiente de saberse el fatídico resultado de las últimas elecciones. Eso sucedería sin duda en otras naciones donde la responsabilidad democrática está por encima de otros intereses o las miserias de tipo moral. Pero estamos en un país donde todavía existe de algún modo aquella humillante condición de “bananero”.
Algunas veces en son de protesta o para no ser cómplices de las aberraciones, los opositores suelen abandonar el recinto y el oficialismo aplaude (sin palmas) esa actitud, porque le dejan el camino expedito, sin estorbos. Luego, sin mayor tardanza, arriba las manos, y ya está aprobada una ley. A la oposición no le queda más que ir a llorar al río, como le aconsejó cierta vez el ex ministro de Gobierno Alfredo Rada. Ella contribuyó decisivamente a formar ese “Rambo” político, ahora recoge lo que sembró.
Otros más “inteligentes” o más pícaros, han trasladado su voto al mercado negro de la subasta secreta. El “maletín negro” mediante, su decisión de votar puede ir por cualquier lado. Son los mercenarios conversos de la democracia. Abandonan su condición original de opositores y se declaran “independientes”; luego se los ve actuar al lado del oficialismo. Son los beneficiarios netos de la dieta parlamentaria sin compromiso alguno con los principios de la democracia, ni con la moral ni con el país.
(*) Pedagogo y escritor
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