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Domingo 01 de abril de 2012

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Cultural El Duende

Carlos Condarco en Cochabamba

01 abr 2012

Fuente: La Patria

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Viví un año inolvidable en Oruro, en 1979, lejos del esplendor de su pasado pero con la ciudad repleta de conspicuos orureños y de inmigrantes asturianos, árabes, alemanes y yugoeslavos, como se les decía entonces, que eran la memoria viva de la minería chica en Bolivia. Me cuesta creer que hayan pasado más de 30 años desde aquellos tiempos, pero los rememoré al leer la novela El tesoro del Sacambaya de Carlos Condarco Santillán, que se ha presentado recientemente en la Biblioteca del Palacio Portales.

Pienso en aquellos años para suponer que un orureño inteligente y estudioso, con plena conciencia de vivir en un espacio y un tiempo sagrados, que no sea antropólogo, debe sentirse como un traidor a la Patria. Todo en Oruro te predispone a medir, como un contador Geiger, el magnetismo telúrico y las continuas hierofanías que rodean esta ciudad aparentemente gris, porque atesora en sus entrañas dos explosiones de color realmente tropicales: el carnaval de Oruro y la pintura de Raúl Lara, para limitarme a dos fenómenos. Carlos Condarco Santillán es antropólogo, dos de sus hijos han seguido la misma carrera, y tiene, entre otros, un libro deslumbrante, Uru-Uru: Espacio y Tiempo Sagrados, que he devorado para acercarme a un texto de meridiana claridad acerca del misterio del carnaval de Oruro y sus orígenes míticos.

Conversé con Carlos en el Café Expreso, de Cochabamba, y, hablando de temas comunes, le repetí que los historiadores son una suerte de aguafiestas porque su misión es destruir mitos, como si la verdad, y no los mitos, nos hicieran libres. Me tranquilizó con su media sonrisa al decirme que no me preocupara, porque él, como antropólogo, no trabaja con verdades sino con mitos. Así pude comprobarlos al leer detalles sobre la cultura Uru, que consideró un espacio sagrado la serranía que cobija la ciudad de Oruro, rica en oro y plata, en símbolos solares y lunares, masculinos y femeninos, y en hierofanías anteriores a los cultos solares, provenientes de 10 mil a 5 mil años a.C., cuando el lago Tauca cubría la planicie orureña y se extendía al sur hasta los salares de Uyuni y Coipasa, lago gemelo del Titikaka y conectado a él por el río Desaguadero. Los Urus se consideraban anteriores a los hombres, criaturas del agua primigenia, los primeros habitantes del Ande, que ordenaron el caos en una narración mítica donde hallaron lugar el fuego y el agua, la tierra y el aire, y sus dioses lares: Wari y Quak; Wari el dios del aire embravecido, de la tierra que tiembla, del fuego crepitante y de las aguas tormentosas, y Quak, la serpiente que enlaza el cielo, la tierra, el subsuelo y el lecho subacuático, cuyo nombre ha sobrevivido en Koani, en la isla de Coati y quizá, conjetura mía, en la q’oa tan frecuente en nuestros sahumerios.

Aún más: Condarco nos recuerda que las culturas más antiguas, incluida la de Tiwanaku, fueron conquistadas por los aimaras, que provenían de Copiapó y Coquimbo, como para pensar que la invasión chilena de la guerra del Pacífico no fuera la primera. Copiapó en aimará es Kota Yapu. En fin.

Poco antes había leído con sumo agrado la novela El tesoro del Sacambaya, no sólo porque me permitió recordar ese pasado de Oruro que pude conocer en 1979, que en la novela está cargado de nostalgia y de buen humor británico, sino porque contiene un episodio en el cual tres amigos a caballo descienden hacia Capiñata y, en el templo del lugar, descubren, entre incunables, un diario manuscrito del cura del lugar, donde se habla de uno de los personajes más entrañables de nuestra mitología republicana, lastimosamente olvidado por la historia oficial, un cronista de la guerrilla de la independencia de Ayopaya que dejó escrito su Diario. Habló como es fácil suponer, de José Santos Vargas, el Tambor Vargas, orureño valeroso cuya memoria debería se inmortalizada en un espacio escultórico gigante, donde figure junto a José Buenaventura Zárate, Eusebio Lira, Santiago Fajardo, José Manuel Chinchilla y José Miguel Lanza, entre otros combatientes de la guerrilla patria.

Condarco conjetura sobre la muerte del Tambor con maestría de narrador avezado. Es éste un suceso que ha quedado en el misterio, pues sólo se sabe que, al fundarse la república, prefirió retirarse a su chacra de Chacarí, en las cercanías de Pocusco, frente al cerro Chicote, empadronarse como indio contribuyente y vivir hasta una edad avanzada en pos de alguien que pusiera su diario en buen castellano. ¡Qué afortunados fuimos sus lectores de que el manuscrito llegara tal cual a nuestros días, sin la pesada retórica de los bachilleres de entonces! Se me figura que ese castellano popular del Diario del Tambor es, para nosotros, como el Quijote para el habla de Castilla, pues uno reconoce muchos giros todavía vigentes.

Me alegré de encontrar este acercamiento a la vida del Tambor porque he alimentado la misma aspiración narrativa desde que conocí el Diario del Tambor en 1985, y no tardará en salir a la circulación con el título de La sombra del Tambor. Mientras más bolivianos preservemos la memoria de estos héroes populares, habrá mayor impulso para rectificar los errores de la fundación de la República, particularmente la exclusión de aquellos combatientes indios, cholos criollos que hubieran creado una sociedad auténticamente republicana y democrática.

Es difícil orientarse en la maraña de acontecimientos que abundan en el Diario del Tambor; quizá por eso es inevitable coincidir en algunos de ellos. Para empezar, no hay nada más notorio que la amistad de Eusebio Lira con el joven Tambor, del caudillo generoso con el discípulo y del retrato vivo que hace el Tambor sobre Lira con sus virtudes y defectos, al margen de cualquier hagiografía. Por eso no me sorprendió hallar en la novela de Condarco dos de los episodios más notorios del Diario, pero con protagonistas distintos.

Lo que sigue no es una crítica sino una pregunta: ¿es deliberada esta licencia narrativa? En cualquier caso, el relato de los sucesos está por encima de los nombres, y eso quedará en la memoria del lector.

Condarco lo hace con la maestría que ya exhibió en sus cuentos, entre los cuales es difícil destacar uno en desmedro de otros. Sin embargo, qué fuerza mitopoética y expresiva tiene su cuento El Toro, traducido al aimara, al quechua y al alemán, y qué elegancia su cuento Oficio de difuntos, una veintena de líneas merece figurar en una antología universal del cuento breve.

Carlos Condarco Santillán es lector de clásicos, es un antropólogo con décadas de experiencia, es un viajero pertinaz que recorre la geografía andina a caballo; es un auténtico Tambor, que registra la crónica de nuestro pasado remoto y nuestro presente vivo; es un hombre sabio que ejerce la agricultura y la ganadería en su finca de Cotochullpa. No tuvo el honor de conocerlo cuando viví en Oruro, pero ya era tiempo de fundar una amistad duradera, basada en nuestras cuitas literarias y en la tertulia de nuestros días.

Ramón Rocha Monroy. Cochabamba, 1950. Periodista, escritor.

Fuente: La Patria
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