Loading...
Invitado


Domingo 01 de abril de 2012

Portada Principal
Cultural El Duende

Desde mi rincón

Interioridad tanglible

01 abr 2012

Fuente: La Patria

(Meditación pascual)

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

TAMBOR VARGAS

Quien los busque, encontrará pasajes bíblicos que afirman la primacía de la autenticidad interior sobre las apariencias engañosas. Y ahí reside, sin duda, una de las rupturas con el Antiguo Testamento (cuidado, no porque en él falten los llamados a la verdad del corazón, sino porque en tiempo de Jesús la interpretación de los fariseos -“sepulcros blanqueados”- facilitaba la falsía). Y frente a la ley escrita, surge la ley de la conciencia, corte suprema para la conducta humana; lo cual no nos salva de la ‘conciencia autodeformada’ para autojustificarse y justificar lo injustificable. Y a pesar de todo ello, sigue siendo verdad que el ‘culto’ del Nuevo Testamento es espiritual y nos pide cuentas aunque nadie lo haga; y no la magia, siempre manipulable y por ello amenazada de cinismo.

Ni las formas ni los ritos bastan para seguir a Jesús. No bastan, pero ¿significa esto que deben echarse por la borda? Pura ilusión, simplista o perversa. Bastaría para mostrarlo la serie de intentos descarriados que en los veinte siglos cristianos se han hecho para ‘purificar’ la fe. Es bien verdad que la fe siempre está necesitada de purificarse, pues lo es de pecadores: tanto la estrictamente personal como la colectiva e institucionalizada. Pero las ‘purificaciones’ a que me refiero iban por el despeñadero de prescindir del cuerpo humano, redefiniendo al hombre como simple ‘espíritu’. Cosa que nunca ha sido ni será el hombre en esta tierra.

Un ejemplo emblemático de esa tendencia intracristiana y anticristiana fue el de los iconoclastas (‘destructores de imagen’). ¿Fue? Claro, los libros de historia suelen referirse a ese movimiento que en los siglos VIII-IX dominó en el Imperio Romano de Oriente, basado en doctrinas teológicas parciales (alegaban ‘idolatría’); pero no hace falta ir tan lejos: ¿quién no fue espectador, apenas acabado el Concilio Vaticano II (1962-1965), de la verdadera furia desatada en no pocos eclesiásticos contra las imágenes que adornaban los templos católicos? Dizque había que imitar el cristocentrismo protestante…

De ahí a poder catalogar el Cristianismo como una vagorosa ‘religión espiritual’ queda mucho trecho. Jesús cancela, en efecto, muchos ritos de los judíos, pero al mismo tiempo instaura otros nuevos (el bautismo, la eucaristía, la misma predicación del Evangelio; en fin, toda acción humana visible por anunciar y preparar el Reino de Dios del otro mundo…). Y autoriza a los apóstoles a que también introduzcan los que creyeran necesarios. Y la vida de la Iglesia de Jesucristo que nos muestra la Historia sería incomprensible sin esa múltiple visibilidad. Y quien dice visibilidad, dice materialidad y tangibilidad (“ven y toca… mete tu mano en mi llaga…”).

Por tanto, el mensaje de la Historia de la Iglesia es inequívoco: el creyente, siendo cuerpo y alma, se debe a ambas dimensiones; y su vida cristiana no puede prescindir de ninguna de las dos: la externa visible y la íntima, sólo accesible por la externa. La tangible o social y la intengible o moral. Ninguna de ellas sola; ambas a la vez.

En nuestro tiempo, una manifestación peligrosa de la tendencia ‘espiritualista’ está en la invisibilización de la fe cristiana, paradójicamente a cuenta y en nombre de la ‘solidaridad’, la ‘caridad’, la ‘ayuda al prójimo’. No es tan raro que el clero en sus homilías, en nombre del ‘espíritu’, devalúe y aun desaconseje las prácticas explícitamente confesionales (por ejemplo, la imposición de ceniza al comienzo de la Cuaresma), supuestamente para favorecer valores ‘ecuménicos’. El pragmatismo dominante quisiera hacernos creer que en ese terreno de la práctica se juega la credibilidad de la fe en el Evangelio y de su anuncio. Pregonan la ‘acción’ ante las desgracias circunstanciales o permanentes de la Humanidad, lo cual nunca ha estado ausente de la vida cristiana a través de los siglos; pero les sobra el núcleo ‘duro’ que fundamenta y debería generar aquella actividad caritativa; y omiten la amplia gama de prácticas para desarrollarlo, fortalecerlo, ilustrarlo. Con ello olvida la única tradición histórica que merezca el nombre de cristiana. Peor todavía, de hecho niegan dar cualquier importancia a la dimensión de explícita confesión de la fe de los apóstoles; en el mejor de los casos, la relegan a un ámbito individual y subjetivo, sobre el que –por tanto– no cabe discutir nada ni puede someterse a ninguna prueba de veracidad; y sobre el que no hay autoridad sobre la tierra que pueda pronunciarse.

Ya vemos que la doctrina católica se sitúa en un terreno de equilibrio, sin sacrificar ninguna de las dos dimensiones para ensalzar la otra: ni interioridad recóndita sin exteriorización vacía y, a fin de cuentas, ambigua; ni pura extroversión mundana sin núcleo de vivencia teologal íntima. La que articula alma y cuerpo.

Otra manifestación de actual y recurrente ‘iconoclastia’ consiste, primero en responsabilizar a la jerarquía eclesiástica (presuntamente insensible a la enorme apostasía de la fe y de la Iglesia por quienes, habiendo sido bautizados, han preferido ser ‘modernos’, ‘ilustrados’, ‘tolerantes’, ‘abiertos’); después, desentendiéndose de su pertenencia visible e institucional a la Iglesia de Cristo, sacan a relucir la metáfora del ‘divorcio’ entre la sociedad y la Iglesia. El tercer paso chistoso de quienes se han situado fuera del hogar católico, es dictar la ‘buena’ doctrina que han de predicar e impulsar los responsables de la Iglesia para ‘recuperar’ a las ovejas ‘desafectadas’. Aparte de otros lamentables aspectos, también esta maniobra es un intento de ‘descorporeizar’ la Iglesia, poniéndola a merced de los gustos, modas y aberraciones del momento. Todo, claro está, bajo el dogma de que lo que importa es que la Iglesia se ‘reconcilie’ con cada época. También éstos volatilizan la Iglesia y a sus responsables, alejándolos y extrañándolos de su patrimonio doctrinal tradicional y convirtiéndolos en una mariposa que cada mañana debe decidir en qué flores va a libar el néctar con que ha de ‘salvar’ al hombre. Más exactamente, no debe decidir nada: le bastaría y sobraría con obedecer las instrucciones que le darán esos ‘inspirados’ salvadores.

La historia cristiana también nos enseña quiénes han sido sus verdaderos reformadores: no quienes se han avergonzado de la doctrina católica, visible, identificadora, con nombres propios; sino quienes, empezando por reformarse de sus propios pecados, han salido a curar las heridas de sus prójimos; y han convertido a los pastores, no por los dictámenes propios de Luzbel, sino por el ejemplo edificante. En último término, por su propia santidad. No rechazando el ‘cuerpo’ visible de la Iglesia en nombre de etéreas espiritualidades, sino partiendo de su explícita obediencia a la autoridad que la representa, la encarna y la hace visible.

Fuente: La Patria
Para tus amigos: