De la dictadura militar de García Meza conservó el ingrato recuerdo de una anécdota que me contaron unos religiosos encarcelados en julio de 1980, junto a mineros, fabriles, estudiantes y activistas de las ONG progresistas de entonces.
Los domingos se les permitía celebrar misa en las instalaciones del cuartel de Miraflores, celebración a la cual solían acudir algunos jefes militares. Había sermones, oraciones y cantos. Un domingo, al terminar la misa, un general cochabambino, que luego tuvo que lidiar con la justicia de los EE.UU., reprochó a los curitas que en sus sermones se ocuparan de las cosas de la tierra: “Ocúpense de las cosas del cielo y no se entrometan en las de la tierra”.
Hoy, 32 años después, me estremece escuchar los mismos argumentos, no en boca de un militar tal vez poco versado en temas históricos y filosóficos, sino en la del dueño de 25,000 libros; ayer autodefinido “el último jacobino” y hoy protagonista de la farándula nacional.
Nuestro personaje, con respecto al torpe general golpista, ha ido mucho más allá.
Con motivo de la presentación de la Carta Pastoral de los Obispos de Bolivia sobre la Ecología, antes de que ese documento se pusiera a disposición del público, respondiendo a un reflejo condicionado, nuestra estrella ha formulado sesudos conceptos de teología, indicando, con la pedantería que lo distingue, el camino que los prelados bolivianos deberían seguir para ser fieles a su vocación. Y ese mandato es, en palabras del aludido (¿o serán de Pierre Bourdieu?), “administrar almas”.
Esa expresión me ha dejado aturdido. Es cierto que no presumo poseer ni mil libros (prefiero pedirlos a las bibliotecas o compartirlos con los amigos), pero una mínima cultura clásica aún me acompaña. La verdad es que “administrar” me sabe mucho a negocios, empresas, medios de comunicación, pegas, sumas, restas y porcentajes, operaciones en que es versado el intelectual de marras. Consecuentemente, “administrar almas” me suscita imágenes de almas en fila delante de un escritorio eclesiástico, para ser catalogadas, ordenadas, pesadas, fichadas y reinscritas, tal vez con el fin de obtener algún bono-indulgencia, para las almas solteras o las copleras.
Los seguidores de Platón, a mi modesto criterio, han hecho mucho daño a la teología cristiana, induciéndola a separar el “cuerpo” del “alma”; el cuerpo mortal, portador de vicios y pecados, y el alma inmortal, sede de virtudes y de la chispa de divinidad. De esa manera, por una especie de colonialismo filosófico, se suplantó la sana distinción semítica de la unidad de la persona humana, hecha, como diría Pablo de Tarso, de un cuerpo carnal y, a la vez, espiritual, con la deformante visión platónica. Visión que, por lo visto, todavía enamora a los tataranietos de Maximilien Robespierre, el cual guillotinaba cabezas sin importarle si el alma quedaba liberada del cuerpo o pasaba bajo la administración eclesiástica.
Es justamente esa unidad del mismo hombre que vive ora según la carne y ora según el espíritu, en el cual lo carnal busca “transfigurarse” en lo espiritual, la que autoriza y obliga a los Obispos a dar su palabra de pastores para orientar a los que creen y desean escucharlos, siguiendo un enfoque que está muy cerca al sentir de los pueblos indígenas. Esos mismos pueblos que hoy son ultrajados desde el poder por no comulgar con los planes “carnales” de los que, parafraseando una acertada expresión de nuestros Obispos, actúan como paladines de la “ecología inhumana”.
(*) Es Físico, no es jacobino ni platónico
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