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Ciudad y memoria - Periódico La Patria (Oruro - Bolivia)
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Domingo 25 de octubre de 2020

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Cultural El Duende

Ciudad y memoria

25 oct 2020

Fuente: Edwin Guzmán Ortiz

-Segunda parte-

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Escena de la memoria, la imaginación. Marca de la memoria, el cuerpo. En efecto no hay forma personal y colectiva de recordar que representar el pasado en el telón de la memoria. Trascendiendo la concepción de la imaginación occidental, que privilegia representaciones de imágenes y palabras -con el riesgo de jugar simplemente con lo fantástico o utópico- se impone la inserción de la memoria integral, es decir la del cuerpo, donde los sonidos, los olores, los sentimientos, lo inconsciente y las sensaciones arduas a la evocación, tienen cabida. Es decir una memoria sinérgica que la historiografía con frecuencia pasa de largo.

Esta, se mueven vaporosamente y circula en el tiempo diciéndonos algo que se resiste al olvido. La memoria es sobre todo, aquello que nos toca, que siembra una señal gravitante en el cuerpo, que forja una imagen en el tiempo. Una memoria que más allá de su representación pasiva u ocasional, nos convoca a pensar nuestra identidad y nos sacude por su fuerza revelatoria. La memoria de la ciudad que habitamos, más allá de su uso político, es la memoria colectiva como condición de identidad, y la ciudad como espacio vital de pertenencia y encuentro. Imposible recordarlo todo, sin embargo, recordar es de alguna manera vencer a la muerte.

De pronto asoman dos interrogantes terribles. ¿De quién es la memoria?, ¿de quién es la ciudad? La memoria es uno, el otro y el nosotros. De pronto lo individual se confunde en lo colectivo y sin excluirlo, lo trasciende. La ciudad en realidad, es un ser vivo.

Hay textos, incursiones zahoríes, que nos ayudan a conocer al Oruro antes de ser tal. Josermo Murillo Vacareza refiere que el centro religioso principal de los Urus estaba en las serranías de Oruro. Esta pauta lleva a reconocer que desde la más remota antigüedad Oruro fue y es una ciudad manifiestamente creyente y religiosa. Además de las wakas de culto andino presentes en los cerros aledaños a la ciudad, se hallan también el Calvario del Cerrato que conduce al Corazón de Jesús, al frente la monumental Megavirgen que rige la devoción mariana del pueblo, en la ciudad templos cristianos y hierofanias diversas. Alternativamente, la coexistencia de los rituales andinos de culto a antiguas deidades precolombinas: los sapos, el cóndor, la víbora, los tíos, flanqueando la ciudad. El orureño en romerías, rituales, ch´allas, procesiones, fiestas y congregaciones se funde en este espectro de fe dual que hace a la ciudad; fervorosos y anhelantes los cuerpos acuden a la fe católica, las fuerzas ctónicas, mágicas y tutelares para acompañar su cotidianidad, penas, anhelos y su destino. La memoria religiosa de España y la religiosidad de los pueblos andinos laten vigorosos en la fe popular, una fe acaso mestiza. El minero orureño se prosterna y baila para la Virgen del socavón y en los parajes, ch´alla al tío.

Cotidianamente Oruro aparenta una ciudad hecha solo para orureños, su recato, sencillez, recogimiento y ensimismamiento cotidianos, como su tamaño, así lo muestran. Sin embargo, las primeras décadas del 900 una ingente cantidad de migrantes de diferente procedencia habían elegido vivir en la ciudad. Arabes, españoles, alemanes, chinos, ingleses, la mayor parte dedicados al negocio, habían fundado incluso centros y asociaciones que los representaban. Durante las fiestas patrias, numerosas colonias de migrantes desfilaban por las calles céntricas de la ciudad con sus propios estandartes, algunas incluso vistiendo los trajes de sus países de origen. ¿Cabe imaginar acaso, la vida cotidiana de la ciudad poblada por un paisaje humano cosmopolita de esa magnitud? Diferentes idiomas, costumbres, culturas, gastronomía habitaban Oruro, y coexistían además con las culturas populares de aymaras y quechuas. Clubes que los aglutinaban, colegios propios como el Alemán para alemanes y el Anglo Americano para semitas de Norteamérica. Tal su origen.

Hoy esa vocación de apertura permanece con otras características; durante el carnaval la ciudad de llena de turistas y de danzarines procedentes de diferentes ciudades del país, la urbe no da cabida a ese tumulto que se agolpa para ver y disfrutar de esta fiesta única y monumental. Experiencia, participación y memoria se funden, y todos son un poco Oruro con su carnaval. Un salto del minimalismo a la exuberancia del barroco. La ciudad se transforma y acaso olvida aquel viejo carnaval de los mineros y los gremios, a los que las ordenanzas municipales les impedían su ingreso al centro de la ciudad a principios del 900.

El espíritu del orureño, acaso discreto y sigiloso en la vida cotidiana, proclive a la circunspección, al trato mesurado y amable, dueño de una vestimenta sobria cercana a los colores grises, de pronto en el carnaval explota en una salva inimaginable de danzas, colores, música y máscaras, donde transforma el yo colectivo para revelar la historia y los mitos más profundos. Cuerpos abiertos a la desmesura, danzas que representan diferentes rostros de las culturas; arte, pasión, devoción, exceso, lujo y transgresión. Poderosas bandas de música, grito y plegaria, abrazo y comunión, mímesis y confesión. Hasta que de pronto la expansión se contrae y los cuerpos retornan no sin discreción a una ciudad mansa y laboriosa.

La luz y la oscuridad, universos concurrentes, hacen el imaginario y la sensibilidad de los orureños. La oscuridad de las minas -hoy muchas abandonadas -, es parte de la realidad laboral de los mineros; esa densa penumbra que habita los socavones y que el khoyancho palpa y horada cotidianamente. San José, Itos, Iroco. Socavones y laberintos que laten bajo la ciudad, contrastan radicalmente con la intensa iluminación del sol de Oruro. “Uru” en lengua originaria quiere decir “luz” y “Uru Uru”, luz intensa. En efecto, el cielo que cobija la ciudad posee una luminosidad excepcional, la memoria de una percepción milenaria da nombre de la ciudad. Así, cuerpos y sentidos son capaces de coexistir entre la luz y la oscuridad más violenta. Entre la luz que deslumbra y la oscuridad que anega, viaja el sensorium del orureño.

Memoria de lo cotidiano, lo histórico y lo trascendente, memoria polivalente del cuerpo. Por lo mismo, memoria que trasciende lo individual para encarnar en la memoria colectiva. Recordar es saber y saber es redescubrirse.

Fuente: Edwin Guzmán Ortiz
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